En coproducción italo-germana, surgiría un buen número de años después una adaptación que se esforzaba por seguir los trazos de la novela original, pero con la variante de ubicarla en nuestros días. Dracula / Il Bacio di Dracula (2002) se tituló este telefilme de Roger Young, que en su formato más recortado se conocería en USA como Dracula’s Curse. Aquí, un curtido y barbudo Patrick Bergin, cuyo físico no se adecua en nada al personaje y que curiosamente interpretó al doctor Frankenstein en otra serie -en aquella ocasión norteamericana-, se enfunda los colmillos y la capa para recibir al nuevo Harker en su imponente palacio transilvano, bajo el nombre de Vladislav Tepes. Un conde que aparece en sus dos aspectos de galán joven, seductor, de negrísimos cabellos y macado mostacho, y como un noble decadente, de pelos canos, barba y bigotes ensortijados, con sombrero y capa que extiende a la manera lugosiana de imitación del vampiro animal; sin olvidar sus transformaciones en murciélago, lobo, legión de ratas y niebla gracias a la magia del rendering. Un ser de las tinieblas que vuelve después de cien años para crear un ejército de acólitos con el que dominar el mundo de los humanos. Como antagonista nos encontramos con el veterano Giancarlo Giannini, cuyo acento italiano motiva un jocoso y criptográfico detalle: ahora, el científico sabio que lucha contra las fuerzas oscuras no se llama Van Helsing, sino Valenzi (!); pero no será éste quien acabe con el mal. Mina conseguirá burlar la seducción letal y, ella misma, será en últimas instancias quien clave la estaca en el pecho del vampiro, justo en el instante en que va a ser mordida y ante el asombro de sus amigos. Drácula se descompondrá en cenizas y humo para desaparecer no sabemos si para siempre. Todo depende de la lectura que hagamos de ese plano final enfocado en la garganta de la protagonista; a esas marcas de colmillos que no se desvanecen, como debería suceder, y que plantean una posibilidad de retorno que, hasta la fecha, no ha sucedido.
Es cierto que la atmósfera se esfuerza por incluir ciertos toques líricos muy de agradecer, con la inclusión de unas bellas vampiras acólitas que flotan en el aire, al igual que su maestro, a la manera del personaje de Ingrid Pitt en La mansión de los crímenes (The House That Dripped Blood, 1970), de Peter Duffell para la Amicus, salvando las distancias. No obstante, pese a ciertos hallazgos localizados, tales como los bellos paisajes que la fotografía muestra, o algunas inspiradas secuencias capitaneadas por la misteriosa llegada al castillo en noche lluviosa, el filme es sólo una correcta y discreta incursión en el género, que será rememorado principalmente por el exotismo de sus orígenes, y por tener la osadía de presentarnos a un vampiro que no se abruma un ápice en declarar su amor pasional a Harker, en su propio lecho y ante la mirada de sus novias. Eso sí, todo planificado con buen gusto y con una cuidada puesta en escena que consigue, a veces, que nos olvidamos de los condicionantes televisivos.