Llenaba la botella hasta el tope y podía ver la noche tras ella, o todo lo que la noche puede ofrecerte en un lugar de campo tranquilo y solitario. Hace catorce años como último recuerdo latente, pero parece que fue hace unas horas tras los detonadores justos y adecuados. Ahora me viene a la memoria, y recuerdo como llenaba aquella botella, salía a la oscuridad y al silencio de la noche malagueña y la colocaba en mitad de la calle, donde los pocos coches que pasan alteran lo justo la tranquilidad para poder llamar habitable aquel páramo de eterna melancolía.
Me enredo y no quiero enredarme, porque la memoria es tan escurridiza como traicionera y, tan pronto la cazas, desaparece; me mostraré parco de palabras y continuaré cuando dejé aquella botella llena esperando a que pasara el coche. Todo lo que llamaba familia se encontraba allí congregada, a la luz de una azulada farola que podría pasar por cualquier osram de cuarenta vatios y la luna, tan oculta como iluminaria de nuestra propia inocencia. Familiares adultos con sus asuntos familiares de adultos y un niño como yo, de apenas nueve años, planificando la gamberrada con ilustres compinches no tan adutos, pero si tan familiares. Un grillo chilla, un susurro nace desde las encinas más allá del horizonte de la curva de la carretera. Coche. Ahí llega. Chof. La botella estalla, los adultos ríen, el niño piensa que los adultos están cabreados y ríe.
Y ella no se alteró. Me miró con aprecio, como hijo de su hijo; rió, y la risa resultaba sincera y cálida, aunque daba la sensación de que no fuera tan consciente del por qué un niño -y otros no tan niños- hacían colocar botellas de agua en una carretera, a las doce y media de la noche, para que los coches las hicieran estallar.
Conservo ese recuerdo aún habiendo muchos otros: las veces que mis primos me arrinconaban y me dejaban sólo con ella para escuharla, aguantar estoicamente sus historias que nunca podría llegar a comprender. O aquella vez en la que curó con alcohol una quemadura de este niño que escribe, alargando la cicatrización y haciendo más doloroso el salitre de Torre del Mar. Qué se yo. Creo que jamás llegué a comprenderla, pero quizás nunca quise hacerlo. Los veranos resultaban calurosos; el tiempo, como el aire, más denso. Málaga no perdona. Buscas entretenimiento, no la historia de quién ha vivido esas historias. Y con todo, las recuerdas. Vaya si las recuerdo.
La última vez estaba desgastada, pero aún repetía viejos patrones: comía (como todos en la familia) como una lima aunque nunca se note en nuestros raquíticos cuerpos, seguía saliendo al porche sentada en aquella anacrónica silla a disfrutar del viento de las encinas del vecino. Aún seguía comiendo aquellos helados de marca indefinida; más pequeños, pero mucho más intensos. Noches de verano donde, en mi adolescencia tardía, veía capítulos de Doctor en Alaska y no podía dejar de sonreir al destacar su parecido físico con Ruth-Anne. Y mental. Nunca regentó una tienda, pero su atención siempre ha sido tan destacable como la de cualquier tendero.
Es Málaga, digo yo. Siempre he estado agusto allí: el sufrimiento es el mismo para todos, pero el tratamiento difiere. Se adhieren a la vida porque aún existen muchas sonrisas de las que disfrutar, aunque existan pocas posiblidades de verlas. Vuelvo a ella, a su recuerdo; aún no se ha ido, pero quiero recordarla tal y como quiero hacerlo. Riendo.
Aún no se ha ido. No te has ido, pero ya te hecho de menos. Te adhieres a la vida, te resistes y lo seguirás haciendo; pero el tiempo no pasa en valde, el ciclo se cumple y la historia se repite. Viste morir a un hijo, a una nieta. Seguías ahí, y supiste volver a sonreír. Te irás no se sabe cuándo, pero ya es algo tan inevitable como el llover en abril.
Siempre que baje al sur entraré con su sonrisa clavada en la memoria; en los oídos, su acento tan costoso de escuchar como agradable una vez lo haces. Eres Málaga, por siempre.
Siempre, abuela. Siempre.