Seguimos con los prejuicios. Como su origen está en el cómic y no en Shakespeare detecto cierto desprecio por su desarrollo y temática.
¿Previsible? Ya, y desde la primera escena sabemos que Otelo matará a Desdemóna. Así son las tragedias: se sabe todo lo que va a pasar, incluidos los protagonistas, y a pesar de que se sabe no se puede hacer nada por torcer el designio de los dioses. Y como en las tragedias, aquí muere hasta al apuntador. Por ello en esta tragedia contemporánea no importan nada los spoilers, que por cierto es una de las imposiciones del cine palomitero burgués más estúpida.
¿Insustancial? Creo que os habeis precipitado y no habeis, en general, alcanzado el núcleo de la historia ya que bajo el envoltorio de una historia de gansters, una más sí, se esconde algo más importante.
En la tragedia “Antígona” Sófocles pone las siguientes palabras en boca de Creonte, rey de Tebas:
“Sí, hijo... por eso los hombres engendran hijos y se glorían de tenerlos obedientes en casa, para que, por un lado, los defiendan de sus enemigos, respondiendo a sus males con otros males, y, por otro, para que aprecien a los amigos de su padre igual que los aprecia éste. En cambio, de áquel que planta vástagos inútiles ¿qué otra cosa se puede decir de él sino que plantó penalidades para sí mismo, y, en cambio, a favor de sus enemigos un mar de satisfacciones?”
El vínculo de ser padre y de ser hijo ha sido uno de los más problemáticos de la historia. Ya antes de Freud y su teoría de que el hijo en su proceso de madurez habrá de superar una etapa en la que deseará matar a su padre, creador y enemigo al mismo tiempo. Antes de los dioses olímpicos, sin salirnos de la cultura griega, el dios Cronos devoraba a sus hijos en cuanto nacían hasta que Zeus consiguió salvarse y con tiempo, valga la paradoja, mató a su propio padre. Y en la tragedia más célebre, el “Edipo rey” también de Sófocles, el núcleo de la acción consiste en el asesinato por parte de Edipo de su propio padre que antes lo había querido asesinar en virtud del anuncio del asesinato que finalmente se llevó a cabo.
En la otra gran cultura que conforma el imaginario colectivo de occidente, la judía, los tres momentos quizás más misteriosos son los que tienen como protagonistas a un padre y su hijo. En primer lugar, el mandato de Dios a Abraham de que le ofreciese como víctima propiciatoria a su hijo Isaac y que Abraham no dudó un momento en cumplir, aunque finalmente Dios envió un ángel que paró la mano paterna asesina. Otro momento paradógico fue el protagonizado por el hijo pródigo, el hijo que dejó la casa paterna exigiendo su parte de la herencia, la cual dilapidó y cuando quiso volver a casa de su padre, éste lo recibió con los brazos abiertos e hizo una gran fiesta para celebrarlo, ante la extrañeza y la indignación de su otro hijo. Y, por último, el momento más oscuro de la vida de Jesús según los evangelios de Mateo y Marcos, cuándo en la agonía de la cruz gritó con fuerza: “Elí, Elí, lamá sabactani” que quiere decir “Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?”. O la visión contrapuesta de Lucas: “La cortina del templo se rasgó por la mitad y Jesús gritó muy fuerte: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”
En el cine las relaciones padre – hijo han sido tratadas desde diferentes perspectivas y estilos. “Rebelde sin causa” de Nicholas Ray y “Al este del Edén” de Elia Kazan tematizaban un enfoque freudiano del vínculo paterno-filial en la piel de James Dean. Anteriormente en “Capitanes intrépidos” Spencer Tracy y establecían la potencia de la relación más allá de los vínculos de sangre. O más recientemente Víctor Erice, con la variante de que era una hija en vez de un hijo, en “El Sur”, Clint Eastwood en “Un mundo perfecto”, Robert de Niro en “Una historia del Bronx” o Boaz Yakin en “Fresh” han reflejado la mutación de una relación siempre conflictiva, esta vez con el telón de fondo de la perdida del concepto de autoridad que ha afectado especialmente a la institución de la paternidad.
Pero me atrevería a decir que nunca antes se había tratado en el cine el tema de la relación paterno filial tan en profundidad como en “Camino de Perdición”.
Es la película de Mendes una historia absorbente de hombres y entre hombres. Como en las películas bélicas las mujeres pintan muy poco en una contienda que tiene exclusivamente que resolverse entre hombres. Como en “La puerta del diablo” en la que Robert Taylor, en el papel de un jefe indio, impedía que una mujer blanca fuese a ayudar a su hijo agotado tras una dura experiencia de transición a la madurez porque el hijo debía demostrar por sí solo su valía y su coraje poniendo en riesgo la propia vida.
En esta ocasión el relato de aprendizaje del hijo va a ser realizado en compañía del padre. Pero es, y aquí esta la grandeza temática del guión, un padre que ayuda a su hijo en contra de su propio padre. Así que la relación padre-hijo se problematiza al añadirsele la dimensión hombre-destino. Un padre, Paul Newman, dividido entre su hijo natural y su hijo “adoptivo”, y en la elección se inclina por el mandato de la sangre frente al de la elección. Como en “El hombre de Laramie” de Anthony Mann.
Junto a estas dialécticas dramáticas y trágicas del padre con/frente al hijo, otra contraposición no menos mítica, la de un hermano frente a otro. El referente clásico más obvio es el de Caín frente Abel, pero también el de Loki frente Thor o, en nuestro país, el de los hermanos Alvargonzález de Machado. La envidia y el rencor suscitados porque el padre prefiere a uno respecto al otro provoca el origen de la tragedia.
El amor y el respeto del hijo hacia el padre así como los deberes y responsabilidades de la paternidad son los ejes cruciales de una película que los va mostrando en una puesta en imágenes por parte de Mendez de gran altura. Una pieza de piano tocada a cuatro manos por el padre y el hijo adoptivo ante la sonrisa forzada del hijo natural, un brazo del padre que rodea afectuoso la espalda del hijo natural al fondo mientras en un primer plano se descompone la cara del hijo natural; en la otra relación paternofilial, el padre tranquilizando a su hijo de que él no tiene la culpa de nada de lo que ha sucedido, o la escena final, emotiva pero no sentimental, en la que le pide disculpas al hijo por dejarlo solo (esta vez no ocurre como en el Gógota).
Esta película no habría alcanzado su clima trágico a la vez que sereno si no hubiera sido por una serie de interpretaciones soberbias, entre las mejores de Tom Hanks, gordo y narigudo, violento y dulce al mismo tiempo; Daniel Craig, el hijo que reune los vicios y las debilidades de un hijo malcriado; y, al fin, Paul Newman que se hace con maestría absoluta del personaje más trágico del film porque haga lo que haga su destino es el fracaso. Tales interpretaciones han sido posibles según declaraciones del propio Newman gracias a la labor de dirección de Mendes que ha sido “desatascar” cuando estos habían encallado en alguna situación o emoción compleja.
Pero no ha sido este el único mérito de Mendes, que ha logrado con su segunda película hacer una película más redonda que “American Beauty” huyendo además de algunos tics facilones de los que gustan al consumidor de “cine de calidad”. La moraleja no es tan evidente y los personajes no caen en el maniquismo de aquella. El ritmo impreso en el guión es creciente hasta llegar a dos climax consecutivos de gran rotundidad y belleza.
Por fin, y hemos tardado nueve meses se presenta en la cartelera española una película de la que podemos afirmar su excelencia, su vigor cinematográfico y el placer visual e intelectual que deja en el espectador.
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