El vampiro en el cine: una aproximación (1)
Cuando el personaje del vampiro llegó a la pantalla arrastraba ya una larga tradición en el folklore y la literatura; el cine retomó esas constantes y las empleó, forjando al tiempo otras propias. Tanto en la novela Drácula (Dracula, 1897), de Bram Stoker, como en Carmilla (Carmilla, 1872), de J. Sheridan LeFanu, sus criaturas eran capaces de pasear a la luz del día, si bien con sus facultades sobrenaturales mermadas. Es muy posible que el concepto del vampiro destruido por acción de la luz solar proviniese de la versión fílmica que, de la primera, efectuó el director Friedrich Wilhelm Murnau en Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922). En esta película referencial, el realizador alemán creó una obra con una diversidad de perspectivas. El vampiro de Murnau es una criatura innegablemente sobrenatural, un ser del más allá cuya identidad no es negada; pero, al tiempo, supone una metáfora, una abstracción del mal, una representación de todo lo oscuro del ser humano. De ahí que, al final, el ser de las sombras fuera destruido por medio de la luz. Una metáfora tan diáfana fue tomada literalmente y supuso uno de los cimientos a partir de los cuales, a partir de ahí, el cine de vampiros se edificó. Por lo demás, la iconografía del vampiro murnauniano, como es bien sabido, ofrecía una apariencia repulsiva, animalesca, como una representación más de esa parte oscura, bestial, del propio ser humano, una visualización de ese mal implícito.
Cuando en 1931 Tod Browning ofreció su propia perspectiva de la historia en su versión de Drácula (Dracula) (1) , la tónica era muy diferente. El film se basaba más en la obra teatral que adaptaba el libro de Stoker que la propia novela, y proponía el protagonismo de Bela Lugosi, ya presente en la versión escénica. En esta ocasión, el Conde era un ser ínclito y distante, de escasa ferocidad, casi tímido en sus manifestaciones animales. Una película muy lastrada por la censura de la época y por la trivialización de que había sido objeto en el escenario.
En los años subsiguientes, el modelo lugosiano se impondría en el posterior cine vampírico. La Universal ofrecerá un retoño al Conde en Son of Dracula [tv/dvd: El hijo de Drácula, 1943], quien exhibirá un porte similar al padre (2) ; el díptico La zíngara y los monstruos (House of Frankenstein, 1944) y La mansión de Drácula (House of Dracula, 1945), ambas de Erle C. Kenton, muestran a John Carradine como la creación de Stoker, de nuevo elegante, refinado, si bien exponiendo algo más de ferocidad que Lugosi. El propio Lugosi adjudicaría unos modales inequívocamente draculianos -según versión propia- al Conde Tesla de Return of the Vampire (1943), de Lew Landers (3) ...
Muy significativo, en todo caso, es el film mexicano El vampiro (El vampiro, 1957), de Fernando Méndez (4) . La película, es innegable, sigue los moldes lugosianos para caracterizar al vampiro, otorgándole ese rancio abolengo que destila. Sin embargo, determinados fundamentos iconográficos lo hacen precursor del Drácula de la Hammer, exponiendo planos de resolución casi exacta a los que propondría Terence Fisher a los pocos meses. Así, tenemos al vampiro, en pie en el patio de la hacienda, observando con fijeza la ventana tras la cual duerme su víctima, y a la que hará moverse por medio de sus poderes hipnótico-telepáticos; y, en especial, Méndez incluye un primer plano de los ojos mesméricos e iracundos del vampiro, idéntico al que hará famoso la Hammer.
En 1957 Terence Fisher dirige La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein) y el enorme éxito de público -olvidémonos de la cerril crítica del momento, que tiene no pocos descendientes hoy en día- lo conducirá a su propia visión de la novela de Bram Stoker.
Drácula, versión Fisher
Fisher, en efecto, propondría su versión de Drácula, si bien ayudado por los aportes de diversos profesionales de la Casa del Terror. De sobra es conocida la contribución escenográfica por parte de Bernard Robinson, a partir de la cual Fisher desarrollará la integración del escenario en la trama como un personaje más; así, los amplios salones del castillo del Conde, de pesados cortinajes, con un inmenso globo terráqueo, unos suelos que exhiben símbolos que semejan cabalísticos -como los que se vislumbraban en las misivas que leía Orlock en el Nosferatu de Murnau-; o la mansión donde habitan los Holmwood, rodeada de jardines que exhiben un follaje salvaje, como si el lugar se hallara perdido en algún lugar inhóspito y la casa supusiese la única salvaguardia civilizada entre el horror que la rodea.
Jack Asher, por su parte, brindaría, al fin, al cine de vampiros del color que le había sido negado hasta el momento. Un cromatismo contrastado, donde entre ropajes austeros, de tonos verdes y azules, resalta la roja sangre que llena la pantalla nada más acabarse los créditos, manchando el nombre de Drácula que exhibe su tumba.
Pero, fundamentalmente, fue Jimmy Sangster por medio de su reinterpretación escrita de la novela de Stoker quien desarrolló algunas constantes que después serían continuadas -y desarrolladas- en posteriores entregas. Sangster simplificó -que no trivializó- la intrincada estructura epistolar-temporal-geográfica del libro, haciendo que la acción acontezca en dos países limítrofes de nomenclaturas claramente germánicas -¿Alemania y Austria?-. Al castillo de Drácula, sito en la localidad de Klausenberg -a veces también pronunciada como Klausenburg- llega Jonathan Harker, asistente del Dr. Van Helsing, con el fin de acabar con la estirpe vampírica del Conde, pues ambos no son sino cazavampiros que conocen la condición sobrenatural de su objetivo. Puede que ello se efectuara, tal como confesó Sangster, porque en 1958 todo espectador conocía a Drácula y su cualidad vampírica, y por tanto resultaba superfluo mantener una intriga inexistente, pero ello confiere al film una inmediatez, un ritmo vivo que no descansa en todo el metraje.
Otra de las novedades con fines ahorradores introducidas fue suprimir la facultad del vampiro de transformarse en murciélago o lobo -otras capacidades, como convertirse en niebla, ni son mentadas-. "Falacias", exclama Van Helsing, y después menciona que lo enigmático del vampiro suscita que su existencia sea desconocida por muchos biólogos. Y de esa manera, tal como hizo escasos años antes el escritor Richard Matheson en su magistral novela Soy leyenda (I Am Legend, 1954) (5) , se fusiona de modo ejemplar la naturaleza sobrenatural del no muerto con una interpretación científica -o semi-científica, como se prefiera- del mismo, mostrando el vampirismo como una suerte de enfermedad contagiosa.
Con todo, una de las constantes que Fisher exhibirá después en su trilogía vampírica es proponer al Conde como catalizador para derribar las convenciones burguesas imperantes en esa época. Como ya dijimos en otra ocasión, "no queda claro dónde se desarrolla el film, lo más seguro que en la Europa central, pero sus creadores son ingleses, y al público inglés, en primera instancia, es a quien va dirigido" (6) , así pues "el Drácula de Fisher atacará a la sociedad victoriana [...] desde sus valores más tradicionales: la familia, el matrimonio, la pureza y la castidad" (7) . De esta manera, el Conde vengará la muerte de su compañera por parte de Jonathan Harker acabando con la prometida de éste, Lucy Holmwood, y después atacará a la otra fémina de la casa, Mina Holmwood, esposa de Arthur. Es curioso como ambas mujeres incitan al intruso a penetrar en sus dormitorios y acometer esos actos a espaldas de los hombres; es decir, la mujer se libera y toma la iniciativa en elegir su amante. Esa idea ya se hallaba presente en la novela de Stoker, de un modo pusilánime, y Fisher la reutiliza, como reflejo de una moral que sigue imperante en la Inglaterra de los años 50. Es significativo el momento en el cual Mina regresa por la mañana, tras su primera noche con el Conde, pletórica por vez primera, engañando a su marido, regodeándose sonriente, como una adúltera al fin colmada por su galán. Como muy bien menciona Juan M. Corral en su libro sobre la Hammer (8) , el retrato que se ofrece de las parejas de las mujeres, Jonathan Harker (John Van Eyssen) y Arthur Holmwood (Michael Gough) resulta pertinazmente aburrido: son el clásico burgués acomodaticio, al modo del marido de la heroína de Breve encuentro (Brief Encounter, 1945), de David Lean, y del cual la mujer huirá para hallar un amante que le aporta mayor solaz. La Inglaterra de 1945 y la de 1958 en poco habían variado.
Todo ello, con todo, no tendría mayor trascendencia, salvo ideas dispersas ocultas en un conjunto, si ese mismo conjunto no expusiera unidad tan acusada: El magnífico libreto, perfectamente hilvanado, de Sangster -parece mentira que sea la misma persona que después, a finales de los 60 e inicios de los 70, ofreciera esas intrigas a lo Las diabólicas tan tramposas-; la plástica cámara de Asher; la donairosa caligrafía cinematrográfica de Fisher, servida por medio de elegantes elipsis -Drácula cerrando la puerta de golpe antes de convertir a Harker, seguido de un fundido en negro, aún cuando nosotros quedemos en la cripta con ellos dos-; la vibrante música de James Bernard, siempre corriendo a la par con las imágenes, nunca antecediéndolas, tampoco arrastrándose tras ellas...
Y, particularmente, un reparto en estado de gracia que ha pasado con justo merecimiento a la historia del cine.