Sin premeditación, ayer vi un doblete con diferentes puntos de contacto: la esclavitud y el racismo, en cuanto a lo temático, y, respecto a lo narrativo, en ambos casos se trata de historias enmarcadas dentro de un juicio, con lo que la trama principal se nos cuenta en forma de flashbacks.
Almas en el mar (Souls at Sea, 1937)
La película de Henry Hathaway arranca durante la celebración de un juicio en Estados Unidos a un hombre (Gary Cooper) acusado de matar a varias personas durante el salvamento del naufragio del buque “William Brown”. Ya visto para sentencia el juicio, se persona ante el tribunal un individuo que dice estar al servicio de la reina Victoria (estamos en 1841), como integrante del servicio secreto británico (¿un MI6 avant la lettre?), Cuenta al juez (y de paso a los espectadores en forma de flashbacks), lo auténticamente sucedido. El acusado, Michael Taylor, aunque conocido como Nuggin, es un extraño personaje que se dedica a boicotear desde dentro el tráfico de esclavos (nunca sabremos exactamente el porqué de su arriesgada misión personal). Durante el viaje que el barco negrero “Blackbird” lleva a cabo desde las costas occidentales africanas con destino a Savannah, en Georgia, el infame capitán muere a consecuencia de las heridas que le ocasionan los esclavos encadenados a los remos (en una secuencia casi de película de terror, extraordinariamente iluminada: tras la cámara, encontramos a Charles Lang Jr. y Merritt Gerstad), quedando Nuggin al mando de la nave. Mediante una elipsis, la película nos sitúa en el momento en que el “Blackbird” ha sido apresado por un buque de la marina real británica, debido a que se ha acercado demasiado a la costa del Golfo de Guinea… para liberar a los esclavos, por orden de Nuggin.
Nuggin establece una intensa amistad con otro de los oficiales del barco negrero, Powdah (George Raft), que parece desear abandonar su miserable existencia. En primer momento, sufren juntos el castigo de ser colgados de los pulgares, pero después queda clara la actuación de Nuggin y son puestos en libertad.
Llegados a Liverpool, Nuggin recibe el encargo del miembro del servicio secreto: llevar a Savannah unas instrucciones manipuladas con destino a los barcos negreros que transportan a los estados del Sur su cargamento de esclavos, para así poderlos atrapar antes de llegar a puerto. Rumbo a los Estados Unidos, a bordo del “William Brown”, Nuggin conoce a Margaret, una joven de la que se enamora al momento (Frances Dee, que recordaremos como la protagonista de I Walked With a Zombie).
También Powdah conoce a una chica, Babsie (Olympe Bradna), que le hace concebir la posibilidad de escapar de su vida de negrero. Pero, por un lado, el hermano de Margaret (Henry Wilcoxon), oficial de la armada británica, está secretamente implicado en el tráfico de esclavos, lo que le llevará a enfrentarse con Nuggin. Por otro lado, un desgraciado accidente provoca el incendio, explosión y hundimiento del barco. Nuggin toma el mando en el bote de salvamento y obliga a que varias personas bajen de la barca para equilibrarla, llegando a matar a alguno de ellos para evitar que zozobre. Su actitud decidida salva a la mayoría, lo que conllevará finalmente que se le exima de la condena, gracias al testimonio del agente británico (un recurso un tanto forzado, pero que permite construir el relato).
Tanto el inicio en el “Blackbird” como la tragedia final en el “William Brown” están filmados con un ritmo, una vitalidad, extraordinaria por parte de Hathaway. Aunque la parte central resulta menos espectacular, desarrollando la trama del negocio esclavista y los amores de las dos parejas, en ningún momento cae en la monotonía ni en la mediocridad. Incluso brilla en secuencias dramáticas, como cuando Powdah decide morir junto al cadáver de su amada Babsie, en una especia de ceremonia íntima que parece unirlos en matrimonio más allá de la muerte; o en el momento romántico en que Nuggin corteja a Margaret a la luz de la luna.
Hathaway era un director que parecía filmar siempre lo estrictamente imprescindible, sin añadir escenas de relleno, sin adornos innecesarios, dándole sentido siempre a todos los momentos del film. Un gran director que merecería una revisión a fondo, aunque ver toda su filmografía, por encima de los 60 títulos, no es fácil. A destacar un buen reparto de secundarios, entre los que encontramos al fordiano Harry Carey (capitán del “William Brown”), Tully Marshall (que lo recordamos de los films de Stroheim) o George Zucco (también aparece un jovencísimo Robert Cummings).
El sargento negro (Sergeant Rutledge, 1960)
No me alargaré mucho, porque, tratándose de un film de Ford, seguro que Alcaudón le dedicará un día de estos uno de sus extensos y documentados comentarios (pensaba que ya lo había hecho, pero no he sabido encontrarlo).
Saltamos unos cuantos años en el tiempo desde el film anterior. Ahora, en 1881, nos encontramos con que algunos de los esclavos traídos del continente africano o sus descendientes se han liberado (manumitido) y forman parte del 9º de caballería del ejército de los Estados Unidos. Uno de ellos es un soldado modélico, ejemplo para sus compañeros y respetado por sus superiores: el sargento Rutledge (impresionante Woody Strode).
También aquí la película va a girar alrededor de un juicio: un consejo de guerra contra Rutledge por haber matado a su superior y asesinado y violado a la hija de este. Ford juega con cierta teatralidad al mostrarnos la sala del juicio (esa forma de oscurecer la iluminación para dar paso a los flashbacks) y lo que se testimonia: esa fantasmal estación de tren donde Rutledge conoce a Mary Beecher (espléndida Constance Towers) y donde es apresado por sus compañeros del 9º, al mando de Jeffrey Hunter (en una excelente interpretación).
En todo momento queda claro que Strode ha huido por el peso de su pasado como esclavo: sabe lo que puede esperar un negro en un juicio por asesinato y violación de una blanca. Y así lo confirma el discurso del fiscal (Carleton Young). Ford no ahorra pullas a diestro y siniestro (dentro de un magnífico guion firmado por James Warner Bellah y Willis Goldbeck, pero en el que intuimos la presencia del propio director): los miembros del jurado, garantes de la ley, se dedicaron en su día a incendiar y saquear Atlanta, durante la Guerra de Secesión, y muestran más interés en la bebida y el juego que en hacer justicia; los prejuicios raciales son evidentes e incluso arma de la acusación; la “pacífica” población del pueblo de Arizona donde acontecen los hechos, ya tienen preparada la soga para linchar al acusado, sin necesidad de juicio; las decentes señoras del pueblo se sitúan en primera fila como si asistieran a un espectáculo y protestan cuando se les conmina a dejar la sala, vista la materia escabrosa de que se va a hablar, etc.
Quizá el punto flaco de la película es que la visión que se da de los indios sigue siendo tan tópica como en los primeros westerns de Ford (son, sin matices, unos asesinos crueles, sádicos torturadores, y caen como moscas en su enfrentamiento con la tropa como si estuviéramos aun viendo Stagecoach). Habrá que esperar a Cheyenne Autumn para que nos ofrezca su personal mea culpa en su visión del mundo de los nativos americanos. Incluso se podría argumentar que esa visión positiva del personaje de Rutledge y de sus compañeros de compañía, esa valorización de los afroamericanos, se realiza a través de una institución corrupta y arbitraria, como la propia película muestra, el ejército. Pero esas aparentes contradicciones forman parte indisociable del cine de John Ford.
Quedémonos con ese momento emotivo en que sus colegas, durante una de esas secuencias nocturnas marca de la casa, le dedican a Rutlegde la canción “Captain Buffalo”.