Más influido por ese expresionismo comentado, con mayores miras artísticas, aparece El hundimiento de la casa Usher (La chute de la maison Usher, 1928), de Jean Epstein, una de esas piezas imperecederas, inspiradas en grado sumo, que, además de narrar con inteligencia una historia capital, serviría como vehículo de un cine experimental modélico en su época. Quizá estemos ante la principal representante del fantástico galo, una fiel y sentida adaptación del hermoso y comentado relato de Edgar Allan Poe, que ese mismo año también era adaptado como cortometraje por James Sibley Watson y Melville Webber, tal como acabo de comentar unas líneas más arriba. Su importancia artística y sus hallazgos —amén de posicionarnos ante una obra de clara tipología A— la convierten en una de las cinco más agudas creaciones dentro de la extensa filmografía de las casas encantadas. Por ello, y por la escasa información escrita que tenemos, en verdad merece que me extienda algo más que con la mayoría de las películas comentadas en este ensayo.
La primera imagen nos muestra a un viejo caminante en medio de pelados y deprimentes bosques. Un letrero roto clavado a un árbol le indica el nombre de Usher. El viajero se detiene en una vieja posada, y en ella relee una carta con la ayuda de una lupa. El remitente, Roderick Usher, le suplica acuda de inmediato a su castillo. Mientras el protagonista permanece en el albergue, los supersticiosos parroquianos presentes se asombran al conocer el final de su trayecto. Más tarde, un carruaje llevará a nuestro personaje a la finca de los Usher y, pese a la síntesis de los intertítulos, la contemplación de tales parajes nos remite directamente al relato de Poe: «No sé cómo sucedió, pero cuando vi la casa una sensación de insufrible tristeza invadió mi espíritu. Contemplaba la escena que tenía delante, la mansión y las líneas sencillas del paisaje de aquella heredad, las frías paredes, las ventanas vacías que se asemejaban a oscuros ojos; unos juncos lozanos, y unos cuantos troncos de árboles carcomidos...». En el interior de la fortaleza, vemos cómo Roderick Usher pinta en un cuadro la figura de su esposa. Ésta posa con una languidez característica de las personas anémicas y faltas de espíritu. Los intertítulos nos comunican: «El pincel de Roderick era como una varita mágica. A cada pincelada el retrato se animaba cada vez más, pero Madeline palidecía con ello. La joven mujer parecía dar al lienzo las fuerzas que ella perdía». Con esta inclusión, el realizador galo empasta en el argumento otra obra de Poe: El retrato oval. Epstein, como guionista, era consciente de que no deseaba alargar el relato base para ultimar el guión del filme, por lo que, no queriendo traicionar el espíritu del autor, se ayudó de este segundo y breve relato, dada la gran afinidad de ambos. Pero volvamos con nuestro viajero. Cuando éste es recibido por Usher en las escaleras de la mansión, se da perfecta cuenta de la melancolía que invade su alma. El interior de la casa resulta fantasmal y majestuoso a la vez. Los salones se observan tremendamente espaciosos, con altísimas paredes y con una decoración portentosa —los sets de Pierre Kefer son de espectacular factura—. Nuestro viajero sólo descubre en el interior a cuatro personas: Roderick, su esposa Madeline —que en el cuento original es su hermana—, el doctor de la familia y un mayordomo. Personajes todos ellos de caracteres sumamente extraños.
Pero hagamos un oportuno alto en la historia para analizar algunos puntos interesantes. Hasta aquí tenemos la estructura del viajero que llega a una posada; posada habitada por seres asustadizos y supersticiosos que viven en un mundo intermedio de realidad-irrealidad —la frontera—; personaje que, tras ver el asombro en los lugareños, no desiste en su empeño de proseguir su camino; camino fantasmagórico —fotografía de Georges y Jean Lucas difuminada a lo flou—, que lleva irremediablemente al mundo irreal —mansión Usher—… Esta estructura, y hasta este punto, presenta cierto paralelismo con el filme Nosferatu el vampiro, de Murnau. Recordemos si no —en el necesario caso de haber visionado la película— el viaje de Hutter-Harker hacia los Cárpatos y su parada en aquella sucia posada. Estructura que volverá a ser usada en otra señalada obra de posterior época: La bruja vampiro, de Carl Theodor Dreyer. Con ello, evidentemente, los personajes de Hutter, David Gray y el presente están oníricamente unidos por el denominador común del viaje al más allá y sus numinosas consecuencias.
Retornando a la narración, vivimos la obsesión —característica principal de los personajes poeianos— de Roderick por terminar su obra. Una tarde, nuestro viajero se acerca al lienzo en que pinta su anfitrión y se asombra de la calidad del mismo —Epstein aplica una diestra técnica para conseguir involucrar al espectador por medio de la cámara subjetiva, con el añadido visual del personaje-pintura de la mujer—. Pero con la última pincelada, Madeline cae al suelo aparentemente sin vida —caída que es recogida a ralentí—. Su marido parece enloquecer con su muerte, y en unos desorbitados travellings vemos cómo se agita desesperadamente mientras porta a la muerta en sus brazos. En su delirio, presiente que no ha muerto en realidad, sino que podría ser víctima de un ataque de catalepsia. El doctor, bastante inquisitivo, se impone de manera rotunda en su diagnóstico, y pronto veremos unas fugaces sombras que portan un ataúd por mitad de un sombrío bosque. El realizador filma las secuencias que continúan de manera única. La composición resulta muy plástica: la marcha de los porteadores del féretro es difícil de olvidar, asemejándose a un siniestro y trágico ballet. Todas estas imágenes concatenadas —con sobreimpresión de alegóricas y mortuorias velas— sirven para mostrarnos el patetismo de estos seres en su arribar a la cripta familiar, situada en el corazón de un delirante y deshojado bosque. El interior de ésta resulta de una elaboración estética de alto grado imaginativo. Hay algo fantasmal en esa larga y empinada escalera emplazada en el lateral derecho del fotograma; en esa entrada, casi redonda, que despide una luz espiritual que se va perdiendo en la penumbra que invade el triste y a la vez bello recinto.
Allí veremos cómo el mayordomo clava la tapa del féretro, y cómo el dolido esposo palidece de espanto ante la ida al otro mundo de su amada. Entre tanto, el doctor, a cada golpe de martillo del mayordomo, él aplica simbólicamente otro con su cabeza, comunicándole a la secuencia un inusitado baño de crueldad. Epstein, para conseguir este atormentado universo tan de Poe, pinta a los dos personajes con psicologías opuestas: el terrible dolor de Roderick contrasta con la frialdad mecánica del doctor. A la salida de la cripta, en el exterior brilla la vida en todo su esplendor para los ojos del esposo. Las tomas de los sapos copulando es harto significativa —existe el apunte de la posible influencia surrealista de un Luis Buñuel muy joven que aquí se iniciaba en tareas como ayudante de dirección; o, tal vez, se trate de circunstancias ajenas que debieran influir en su posterior y vital legado—. Tras todo este despliegue, llegamos a la última parte del filme. Los personajes del doctor y del mayordomo han desaparecido. En el espacioso salón, por tanto, sólo vemos a nuestro invitado junto a su anfitrión. La noche resulta terrible, mientras una espectacular tormenta sacude el edificio. En un mar de secuencias magistralmente montadas, vemos un péndulo oscilar en escorzo y una vez más a cámara lenta. También vemos cómo las imágenes se desdoblan y las cortinas de los salones, estancias y corredores son sacudidas misteriosamente por un viento alucinado que se adueña del lugar. Todo con un toque que podíamos señalar de místico y espectral. Maravillosa la secuencia en que el francés identifica la cámara con el viento, y ésta corre alocada por los pasillos arrastrando ante ella, a ras del suelo, el polvo y las hojas muertas.
Pero veamos una cuestión de interés. Epstein, ante la perspectiva de adaptar el relato de Poe, se dio perfecta cuenta de la envergadura y alcance de la obra que tenía ante sí. Aparte de su gran expresión poética, bien sabía de su remarcado aire metafísico. Las letras contaban una historia particularmente desligada del espacio y el tiempo convencional; una narración situada en otro plano dimensional, en un mundo propenso a lo esotérico y lo mágico. Es por ello por lo que Epstein se habría de plantear el problema de ubicar la acción fuera de un espacio convencional, naciendo la planificación de esos parajes melancólicos y misteriosos. Por esa razón los decorados presentan una plástica tan inquietante, tan distinta, incluso en los más insignificantes detalles. Es fácil recordar esa enorme y alargada chimenea en mitad del fotograma, así como ese cielo poblado, sólo tras la fortaleza, de un llamativo e imposible haz de estrellas; mientras por el día no distinguimos más que brumas que parecen salir del suelo, y que son batidas por el viento que azota la comarca. Para resolver la cuestión de situar la historia fuera del tiempo convencional —tempo irreal—, recurre al acertado e inspirado uso del ralentí. Y precisamente es en esta faceta del filme cuando mejor efecto consigue su técnica narrativa. Parece, al ver el entorno que rodea a Roderick, como si todo hubiese quedado paralizado; tal que existiera en otro plano dimensional y temporal. Epstein, por tanto, rompe con los moldes del factor tiempo establecidos con anterioridad a su película; y no sólo como recurso estético, sino en vías de un contenido dramático. Es por ello, por lo que centra su atención en esa maquinaria de reloj, con su péndulo, que se desplaza con una lentitud exasperante.
En la narración, la tormenta continúa sacudiendo ventanas sin piedad alguna, y nuestro visitante, para aliviar el dolor de su amigo, decide leerle una de sus historias favoritas: El loco triste, de Sir Launcelot Canning. Los vaivenes del oyente en su asiento tienen algo de demente y onírico y se acerca muchísimo a las descripciones de Poe. El lector, embebido en su fantástica lectura, se alarma al comprobar que, cuando el texto narra un ruido, a lo lejos se deja oír una réplica real del mismo. Será en una determinada cita, en la que describe la caída de un enorme escudo sobre un pavimento de plata, cuando los sentidos se distorsionen ante un parecido estrépito: caída a ralentí de unos libros y una vieja armadura. Pero, por otro lado, un flotante velo blanco se asoma por la entrada de la abandonada cripta, ahora sacudida por la tormenta. Roderick presiente algo, y junto a su amigo vive unos minutos afectados por todo tipo de agoreros presagios —en parte producidos por la enorme hipersensibilidad emocional del protagonista—. El montaje se muestra acertado al exponernos cómo una fantasmal Madeline camina por el bosque en dirección a la fortaleza, a la par que en ésta se suceden extrañas manifestaciones atmosféricas y psicológicas. Mientras los dos hombres esperan algo —Roderick, en concreto, teme el regreso de su amada del mundo de los muertos—, vemos cómo un oscuro cortinaje, al agitarse por el viento, choca con las tres velas de un vetusto candelabro, convirtiéndose en pasto de las llamas. Cuando la resucitada esposa llega ante la puerta de la enorme mansión Usher, ésta se abre con ímpetu merced al viento —secuencia tomada desde el interior de la pieza—, y ella entra con una expresión en su rostro de parecer no estar ya en el mundo de los vivos.
Las últimas secuencias del filme quedan subrayadas por la impresión y horror de los dos amigos, pues sus presagios implican una rotunda realidad: Madeline cae en brazos de su marido, y el desenlace se siente próximo. En este detalle, Epstein se aleja del relato, ya que desecha el óbito de la pareja en su inapelable y marcado destino, mientras el tercero huye de una morada que comienza a desmoronarse. No, lo que vemos es el fuego propagado por el anterior descuido con las velas. Ante la situación de inminente peligro, los tres personajes, como salidos de un mundo alternativo al nuestro, huyen de la casa entre amenazadoras llamas. En el interior observamos cómo todo sucumbe, pero Epstein dirige la cámara hacia un punto concreto: el cuadro de Madeline. El barroco marco arde sin piedad, afectando al lienzo. De una manera extraña, al extinguirse la pintura, la fuerza que mantenía atrapada el alma de la joven comienza a ser anulada —las implicaciones naturales de una catalepsia se ven así alteradas en pro de una manifestación sobrenatural—. En el exterior, ya sanos y salvos, somos testigos de cómo la protagonista recobra su libertad anímica, consumando una lucha iniciada y mantenida desde el propio sepulcro.
Aunque la historia del cine conocería numerosas adaptaciones de este poético relato, es justo señalar que, pese al interés de algunas películas posteriores, ninguna conseguiría pulsar un grado de sensibilidad tan acusado en la trama, ni un halo tan fantasmagórico en su planificación, como se percibe en esta obra cumbre de Epstein. Es ese concierto de imágenes elaboradas en su simbólica lectura plástica, ese onirismo bañado del más puro influjo poético que nada por aguas del surrealismo, y esa bella historia que se mece entre el mundo de los vivos y el de los muertos lo que nos sugiere la auténtica diferencia con lo que habría de llegar. Tod Browning, años más tarde, sería reconocido, por su genialidad dentro del género, como el Edgar Allan Poe del cine, y Roger Corman, como ya comentaré más adelante, se constituiría en el más significativo profeta de las letras del poeta de Boston; pero Epstein —quien resaltaría en sus escritos las enormes posibilidades sobrenaturales del cine—, con todos los honores, sería quien con más inspirada caligrafía traduciría, con un solo título además, todo su particular y profundo universo de sugerencias.