Desde niño, los hermanos Marx ejercieron un extraño magnetismo sobre mí.
Cuando empezaba a ir al videoclub (a mediados de los 80 era toda una chulada entrar en estos sitios, y los de aquella época lo sabemos) no me llamaba la atención las Amadeus, Memorias de África o Platoon de turno (esas las descubrí tiempo después). Me quedaba hipnotizado por aquellos títulos tan sugerentes: Una noche en la ópera, Un día en las carreras, Una tarde en el circo.
Y no hace falta decir nada sobre ellos: un tipo mudo que realmente no lo era, otro con pinta extraña y andares raros que fumaba constantemente puros y con un bigote que no era tal, otro con pinta de espabilao que se lucía tocando el piano y ligando con las chicas.

Ahora, creo que menos, pero se de buena tinta, que los hermanos Marx, durante décadas, han sido objeto de adoración de varias generaciones de aficionados al cine.