Pablo Sebastián
Como parece haber acusado el golpe del fracaso en el debate de la nación, y entre sus colaboradores crece un cierto desencanto por el inmovilismo del patrón, Rajoy parece decidido a ofrecer, un día sí y otro no, algún alimento espiritual para sus electores y colaboradores a fin de que no decaiga el ánimo y de que no crezca la esperanza blanca de Rodrigo Rato —ya se ha oído en cierta Fundación el comentario de: “lo que debería hacer es dejarle la cabeza del cartel electoral a Rato”—, como la única salvación del PP ante las elecciones generales que se aproximan. Y un día, ante un grupo de empresarios destapa el frasco de la reforma fiscal con un apetitoso bajón de impuestos que no acaba de estar argumentado con las cuentas del Estado, otro se va a Ibiza a ver si queda algo de chapapote en la orilla de las playas, y poco después nos anuncia que prepara una reforma de la Ley Electoral sólo para beneficiar al PP, con el argumento de que hay que garantizar el gobierno de una Comunidad Autónoma o de un Ayuntamiento al partido que obtenga el 30 por ciento de los sufragios, y dice que los detalles de esa propuesta que se le acaba de ocurrir ya los propondrá en su día cuando vea el informe de los expertos.
Así, improvisando, a voleo, con ocurrencias más que con inteligencia, es muy difícil hacer y triunfar en la oposición. Estas iniciativas inacabadas, mal calculadas y dichas fuera de lugar y sin la previa aprobación de su propio partido hacen que Rajoy sea acreedor de ese binomio que él suele usar para descalificar a los demás: “poco serio”. O de esa otra frase que tiene permanentemente en la boca: “carece de sentido común”.
Y no es que estemos en contra de un cambio de la Ley Electoral, todo lo contrario, esa reforma nos parece imprescindible, pero no para beneficiar al PP con trucos y trampas contables que recuerdan más a la llamada “democracia orgánica” del franquismo que a otra cosa. La reforma de la Ley Electoral debe servir para favorecer a los ciudadanos, a la democracia, al principio de representatividad política y a la cohesión nacional, y no a este o aquel partido, y ni siquiera al PSOE y al PP juntos, porque muchas veces resultaron un fraude contra la democracia los consensos del PP y PSOE para la presente defensa de intereses nacionales que luego fueron simples repartos de poder entre partidos, como es el caso del control y reparto del Consejo General del Poder Judicial.
La Ley electoral hay que reformarla, pero no para beneficiar al PP o al PSOE, o para eliminar a las minorías, sino esencialmente para garantizar que los ciudadanos puedan elegir directamente a sus representantes —sin listas cerradas— y para que se cumpla el mandato constitucional de que la soberanía nacional reside en el pueblo español, y no en el aparato directivo de los partidos políticos como ocurre ahora, porque esos aparatos controlan a los diputados y senadores electos y les imponen en las Cortes el mandato imperativo de obediencia —salvo represalia de no volver a las listas—, que además está explícitamente prohibido en la Constitución, donde también se habla de “representación proporcional”.
En segundo lugar, la Ley Electoral debe garantizar la separación de los poderes del Estado —Legislativo, Ejecutivo y Judicial— en contra de lo que ahora ocurre, y por ello debe dejar claro que es el Parlamento quien debe controlar al Gobierno y no al revés como pasa en España, por la obediencia debida al partido de diputados de la mayoría. La misma obediencia y control del Gobierno que, tras someter el Poder Legislativo al Ejecutivo, les sirve luego para nombrar y controlar los órganos reguladores del Poder Judicial, convirtiendo la presunta y falseada democracia española en una partitocracia autocrática, donde se margina y se manipula la voluntad popular, es decir, la soberanía nacional.
De manera que la reforma de la Ley Electoral debe ir acompañada de una reforma de la Constitución, para garantizar la elección directa de los parlamentarios por el pueblo, y también la separación de los poderes del Estado. ¿Cómo? Pues, por ejemplo, con la elección por sufragio universal directo del presidente del Gobierno en unas elecciones separadas de las legislativas, para que luego él forme Gobierno con la mayoría que pueda convocar, de su partido u de otros en “cohabitación”, camino de un régimen presidencialista, una monarquía presidencialista o un régimen presidencialista democrático, en sustitución del hoy, en la práctica, régimen presidencialista autocrático, que invitará a participar a todos los españoles —nacionalistas incluidos— en la elección del jefe del Gobierno.
Lo que da una legitimidad de origen separar (en dos elecciones distintas) a los poderes Ejecutivo y Legislativo y una mayor autonomía al Parlamento elegido de manera directa y con listas abiertas a los ciudadanos. Y lo que finalmente debe conseguir es que ni el Ejecutivo ni el Legislativo intervengan en la elección del Consejo General del Poder Judicial, que debe quedar reservada a los cuerpos jurídicos y judiciales del Estado.
Trasladada al pueblo la soberanía que hoy usurpan los partidos, garantizada así la separación de los poderes del Estado, la Ley Electoral debe abordar el principio y la consecuencia de la gobernabilidad y la cohesión nacional, mediante reglamentos que garanticen estos objetivos —elección a dos vueltas, o candidaturas locales y nacionales—, para evitar, entre otras cosas, el chantaje permanente de los nacionalistas y su vocación insolidaria con el resto de España. A sabiendas, además, de que la apertura de listas con candidatos locales conocidos de los electores elevará la calidad de los legisladores, hoy por los suelos en las Cortes españolas porque el mérito para ser diputado o senador es, principalmente, la obediencia funcionarial a la jefatura del partido.
Si la reforma de la Ley Electoral no va en beneficio de los ciudadanos y la democracia, no vale la pena hacer ningún cambio, y menos aún como los que propone el PP en su solo beneficio y reforzando la supremacía del partido sobre la soberanía popular. Como no vale un ajuste interesado para ayuntamientos y Comunidades, sino que lo que hace falta es una reforma global, representativa, soberana y democrática. Una reforma que algún día se hará cuando se agote la agonizante transición que Zapatero ha conseguido bloquear abriendo el melón de la disputa territorial del Estado, poniendo a la defensiva a quienes impulsaron la transición, en vez de dar alas a los que tienen que llevar el actual y agotado régimen de la transición hacia la plena democracia en la que ha de desempeñar un papel esencial la reforma de la Ley Electoral. De manera que se cuiden Rajoy y todos sus expertos a la hora de hacer propuestas que van en contra de la democracia y la soberanía nacional, porque este cambio necesario y obligado alguien lo propondrá y los españoles lo entenderán y lo aplaudirán.