Espero que este apunte no llegue demasiado tarde, porque por fin he visto en programa doble las dos Atlántidas editadas por Divisa, la de Feyder de 1921 y la de Pabst de 1932.
Vistas así, las dos tienen sus pros y algún contra.
El principal problema de la de Feyder me ha parecido su estructura de cajas chinas, con mil relatos y digresiones, que nos traen y nos llevan en el tiempo y en el espacio, de modo que hay momentos en que uno puede llegar a desorientarse. Además, esta organización del relato invita al abuso de intertítulos, que supongo fieles a la obra de Benoit pero que en bastantes casos resultan superfluos para la comprensión de la trama.
En la columna de los pros, una utilización soberbia del paisaje sahariano y un decorado del palacio de Antinea y sus laberintos resuelto en claroscuros muy eficaces. En cambio, Jean Angelo no transmite demasiado como enamorado enloquecido y Stacia Napierkowska resulta una Antinea un poco matronil.
Al parecer Simon Nebenzal, le ofreció a Feyder que realizara la versión sonora de 1932 y, al rechazarla éste, recurrió a Pabst. La continuidad entre ambas viene dada porque Jean Angelo, el teniente Saint-Avit en la de 1921 encarna ahora al capitán Morhange. Sale menos y tampoco transmite demasiado. En cambio, Pierre Blanchar (el nuevo Saint-Avit) está un poco sobreactuado pero da con creces el tipo enfebrecido que pide la historia. Antineas es Brigitte Helm, la María de Metropolis, que ya había trabajado con Pabst en Die Liebe der Jeanne Ney (1927). Estatuaria, pero apasionada y vengativa. El único flashback de la película -aparte de la breve historia marco- está dedicado a justificar su rubiez. Pabst se descuelga con un can-can parisino y una mínima historia de amor mercenario para justificar esta salida de tono. La belleza de Tela Tchaï en el papel de Tanit resulta tan exótica como contemporánea.
Parece mentira que el cine hubiera aprendido a hablar apenas dos años antes. No queda aquí ni rastro de otras puestas en escena más estáticas. Pabst había pasado la revalida con La canción de la vida y Carbón, pero aquí se comporta como un auténtico virguero. Hay escenas absolutamente mudas -como la escapada de la Atlántida- y otras -la partida de ajedrez- resueltas como un ballet.
En resumen, la de Feyder es un fantástico silente en la que prevalece la palabra y la de Pabst una película de "amour fou" sonora en la que manda la imagen. Como Buñuel, Pabst sabe que el surrealismo reside en lo cotidiano. La escena de unos tuareg sentados alrededor de un gramófono escuchando el "Galop infernal" de Offenbach me parece la ilustración perfecta de este aserto. Pero... le falta un puntín de locura.
Por último, Pabst nos da la receta magistral para alcanzar el placer del olvido: el "kif", 40% de hachís y 60% de opio.
antineando, don venerando