Como película es un espectáculo de época que va perdiendo fuelle según avanza. Hay algunos fundidos en negro en las escenas finales bastante sospechosos. Las batallas no dejan de ser escaramuzas, hasta el cañoneo contra el pueblo guanche y la carga final.
En los primeros compases, profusión -y buen uso- de los paisajes canarios en escenas de conjunto. La dirección artística tiende a lo colorista, fomentado por el Ferraniacolor.
La Pampanini (la princesa Guayarmina) tiene un papel mil veces visto en westerns y aventuras exóticas, dividida entre su compromiso con el guerrero guanche Bentejui (el atllético Gustavo Rojo) y su amor por el invasor don Hernán (Mastroianni). Emboscadas resueltas también con recursos de western. La corona de Castilla y Aragón sólo busca allí evangelizar y poder fondear sus barcos sin miedo a un ataque.
El tinte rubio de Elvira Quintillá, más consistente que el de Mastroianni, que varía de unas escenas a otras. Consejero intrigante tópico de José María Lado, especializado en este tipo de papeles. Rodero, en un papel secundario, al que para darle algo de vistosidad pintan muy preocupado por la astrología sin que esto tenga relación alguna con el argumento. Julio Riscal compone con la Quintillá la pareja cómica del teatro clásico, en la que los criados reproducen, burla burlando, el trágico amor de los protagonistas.
En resumen, se puede ver como una evolución hacia formas más comerciales del género histórico tal como se venía realizando hasta hacia poco en España, pero también como una implantación del modelo italiano en una costosa coproducción que explota el exotismo de los paisajes canarios.
Nada que ver con el rigor y el humor de Los cien caballeros, de Cottafavi, por poner un ejemplo análogo.




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