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Pepe del Ataúd
Termino la diplomatura con Chaplin comentando los largometrajes, eso sí, procurando que el fantasma de Keaton permanezca a buen recaudo. La verdad es que en muy, muy pocos posts suelo escribir tamañas parrafadas, pero reconozco que el tema me entusiasma.
Empiezo cronológicamente con Tillie's punctured romance, que históricamente es el primer largo cómico del cine. Aquí Chaplin ejerce meramente de acompañante de la estrella, la oronda Marie Dressler, y no representa a su personaje de vagabundo. Como comedia se deja ver, tiene apuntes graciosos y no es sólo una concatenación de gags. Chaplin ni la nombró en su biografía, tal vez porque lo consideraba un vehículo para Dressler, que lo oscureció por completo.
Sin duda, El chico es otra cosa. Contiene algunos de los momentos melodrámaticamente mágicos del séptimo arte, con una química maravillosa entre Chaplin y Jackie Coogan. La comedia y el drama se articulan muy bien: es hilarante en los instantes cómicos, es conmovedora en los dramáticos. Lástima de esa prescindible escena del sueño, con esos ángeles deambulando por el barrio, que aún hoy me parece de discutible gusto estético. Paso página sobre los insertos religiosos que Chaplin usa en el montaje, con esas cruces y figuras cristianas que se contradicen con el agnosticismo declarado del artista.
La siguiente obra, Una mujer de París, es un trabajo hasta cierto punto osado para la época, también un acto de soberbia por parte de Chaplin para ver si su nombre llevaba al cine al público, aunque no apareciera él como actor. Fue un sonoro fracaso, pero gente como Lubitsch alabó el filme, sobre todo los momentos de elipsis narrativa donde una simple imagen explicaba la naturaleza de los personajes (destaca el momento en que Menjou llega a la casa de Purviance, abre un cajón de la cómoda del dormitorio y saca unos guantes de su propiedad, lo que demostraba que la joven era su amante). En líneas generales es un folletín no muy alejado de los rodados por Griffith, con el típico final redentor tan del agrado de los censores (y otra vez Charlie y su cristianismo agnóstico).
De entre toda su filmografía, La quimera del oro era la obra que su autor prefería, y es fácil explicarse por qué. Fue su proyecto más difícil y de mayor complejidad hasta entonces, también a priori el más atractivo. Los instantes memorables son numerosos, desde las botas alimenticias hasta el baile de los panecillos -aquí la recurrente escena soñadora sí está perfectamente engarzada-, desde la cabaña en equilibrio hasta el sentimiento de profunda soledad del vagabundo en el salón de baile. El final, como casi todos los finales chaplinianos, es acomodaticio, pero tampoco podemos esperar otra cosa. De hecho, hay dos versiones del filme: el original de 1925, y un remontaje de principios de los 40, con música original y (vacuos) comentarios del director, donde desaparece prácticamente gran parte de la secuencia final y algún que otro plano más. Ésta última versión es la que ha quedado como definitiva, pero es inferior a la versión eminentemente muda, ya que la voz en off de Chaplin resulta tediosa y los diálogos cercanos a la inanidad. Reconozco que la banda sonora es eficaz en un 100 %, sobre todo la musiquilla que acompaña el legendario baile de los panecillos.
Continuará ...