Quentin Tarantino es uno de los pocos directores del panorama actual que tienen la ansiada libertad creativa por cualquier cineasta que se precie. Es libre de narrar las historias que quiere, y es absolutamente independiente a la hora elegir el próximo guión que le apetece escribir. No tiene ningún tipo de cadena que le ate. Tampoco obedece a ningún tipo de amo -siempre y cuando, no consideremos al productor y distribuidor Harvey Weinstein como tal-. Su reducida filmografía, a lo largo de los años, nos ha ido ofreciendo piezas de lo que podríamos considerar una pequeña gran enciclopedia del cine. Tocando y ahondando en diversos géneros del séptimo arte, pero casi siempre recalando en los de más baja estofa -como el exploitation que tanto le divierte y al que tanto le debe-, Tarantino ha ido componiendo en su particular rollo cinematográfico, un crisol de historias en las que todas -o casi todas- tienen un nexo en común: el western. Y es que el director de
Pulp Fiction, criado y madurado entre cintas de vídeo, siempre se ha caracterizado por homenajear a lo que él considera el género entre los géneros en esto del cine. No es una cuestión o un comentario baladí. En más de una ocasión ha dejado claro que, cuando quiere saber si una futura pareja o novia merece la pena, les pone
Río Bravo (1959) y deja actuar a la obra de Howard Hawks y John Wayne como test de compatibilidad. Quentin Tarantino lleva el western marcado a fuego en su piel.
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