El extraño caso del doctor Longman (The Mind Benders, 1963), de Basil Dearden



La película de Dearden, uno de los directores más interesantes del cine británico previo al Free Cinema, gira alrededor de una temática habitual en los films de espías de la década de los 60: el lavado de cerebro (recordemos The Manchurian Candidate, de John Frankenheimer, estrenada un año antes). Lamentablemente, la película, que con todo me parece por momentos estupenda, va de más a menos, malogrando en parte su inicio, sencillamente excelente. Un científico de Oxford, el profesor Sharpey, sube al tren, ensimismado, declarando estar muy cansado. Durante el trayecto de Londres a la ciudad universitaria se arroja del tren en marcha. Un miembro del servicio secreto, el mayor Hall (circunspecto John Clements), investiga el caso en Oxford, entrando en contacto con otros científicos que colaboraban con el suicida, el joven Dr. Tate (Michael Bryant) y el Dr. Longman (magnífico Dirk Bogarde).

El Servicio Secreto tiene pruebas de que Sharpey ha estado pasando información secreta al “enemigo” (se sobreentiende que a la URSS). ¿En qué consistían las investigaciones? En estudiar los límites a que puede llegar un ser humano en condiciones de aislamiento total, algo que interesa de cara a la carrera espacial y a otras actividades militares. El método consiste en sumergir a la persona que se somete a la prueba en un enorme contenedor lleno de agua a la temperatura del cuerpo durante horas, de manera que se elimine toda sensación.



El resultado es devastador para el “conejillo de indias” voluntario. Sharpey pasó por la prueba, también Longman, que vive con el trauma de haberlo experimentado.

Pero la acusación de traición que pesa sobre Sharpey hace que Longman regrese a los experimentos y se someta al terrible aislamiento. Para acabar de determinar si como resultado se convierte en un ser susceptible de ser manipulado (de ahí el título: “los dobladores de la mente”), Hall, con la ayuda de Tate, le hace creer, una vez abandona el tanque de aislamiento, que su mujer es poco menos que una puta a la que odia.



Así, la reacción de Longman será pasar de ser un amoroso esposo y padre a convertirse en un ser violento e insoportable (un poco como se transformaba James Mason a consecuencia del consumo de cortisona en Bigger Than Life).

La situación llega al extremo cuando acaba ocasionando el parto prematuro de su mujer, Oonagh (atractiva Mary Ure), al provocarle una caída.



Pero a esas alturas del film se ha perdido buena parte del misterio y de los elementos más inquietantes, derivando lo que se nos cuenta hacia una más convencional historia de relación conyugal en crisis. Si la película hubiera mantenido el tono de su primer tercio, estaríamos ante un film espléndido. El viraje argumental lo deja en una buena película, bien interpretada y bellamente filmada en un blanco y negro contrastado (Denis Coop es el director de fotografía), destacando también la banda sonora de Georges Auric, aunque en ocasiones se haga demasiado presente.

Lo más inquietante, por supuesto, es ese estado de suspensión de un cuerpo privado de sus sentidos dentro de una especie de claustro materno (como el hijo que se está gestando en el vientre de Oonagh).



Y es ese aspecto el que me ha hecho pensar en otro film, también un tanto olvidado (como su director), estrenado años después:

Un viaje alucinante al fondo de la mente (Altered States, 1980), de Ken Russell



Russell gozó de una cierta popularidad durante los años 70: recordemos, por ejemplo, su traslación al cine de la ópera rock Tommy, y films “escandalosos” en su día como Women in Love (adaptación de la novela de D.H. Lawrence) ), The Music Lovers (particular biopic de Chaikovski) o The Devils (sobre el caso de las monjas “endemoniadas” de Loudun). Luego, su estrella fue palideciendo a lo largo de las dos siguientes décadas hasta llegar a la irrelevancia.

Esta Altered States todavía conserva algo de lo mejor de Russell, su desparpajo para tratar cualquier tema, su riesgo formal. Partiendo del guion de Paddy Chayefsky que adapta su novela del mismo título (aunque, descontento con el resultado, se negó a que figurara su nombre en los créditos, apareciendo como guionista “Sidney Aaron”, que eran sus nombres de pila reales), Russell nos cuenta los experimentos a los que se somete un científico, Eddie Jessup (William Hurt). Jessup se sumerge en un depósito cerrado lleno de agua para, en condiciones de aislamiento, investigar las profundidades de la mente. Su objetivo, para lo cual consume drogas alucinógenas como la mescalina, es acceder a la memoria genética.



Tanto profundiza en ese “pasado genético” que se transforma físicamente en una suerte de hombre primitivo, que muestra un comportamiento agresivo.



Aunque esta breve sinopsis pueda echar para atrás, lo cierto es que, en mi opinión, salvo algunos excesos psicodélicos (en especial cuando quiere representar las alucinaciones que sufre Jessup, algo previsible por la época y por ser Russell), la demasiado convencional relación con su esposa (Blair Brown) y un final poco satisfactorio, la película tiene elementos de interés que acercan el film al mundo de Cronenberg o de Verhoeven.

Cuando persiguen a Jessup, convertido en simio, hay algunos planos que nos pueden hacer recordar Alien, reciente aún su estreno, así como algunos estallidos calidoscópicos nos traen a la memoria 2001: A Space Odissey.



En fin, como las drogas alucinógenas, hay que tomársela con mucho cuidado, sin abusar de ella, y quizá así aún puede uno acabar pasándoselo bien con sus excesos. A destacar la magnífica banda sonora de John Corigliano, prestigioso compositor norteamericano de música clásica que se ha prodigado muy poco en el mundo del cine.