La prisionera (La prisonnière, 1968), de Henri-Georges Clouzot



Clouzot es uno de esos directores al que le deberíamos dedicar un día un “revisando sus películas”, tanto porque su filmografía es corta (13 largos en 35 años), como, muy en especial, porque tiene un puñado de títulos magníficos: Le corbeau, Quai des Orfèvres, Manon, Le salaire de la peur, Les diaboliques o Les espions.

Esta La prisonnière, su canto de cisne, está entre ellos. A partir de un guion propio, escrito con la colaboración de Monique Lange y Marcel Moussy, Clouzot se mueve en un terreno sumamente inquietante que nos remite al Peeping Tom de Michael Powell.



Stanislas Hassler (Laurent Terzieff, un actor cuyo aspecto siempre me ha resultado de lo más perturbador) regenta una galería de arte moderno, donde expone Gilbert (Bernard Fresson).





La mujer de este, Joseé (Élisabeth Wiener), se siente atraída por Hassler, un tipo con un aura de misterio. De visita a su casa, lujosamente decorada, de forma un tanto asfixiante,



ve involuntariamente una foto que Hassler ha hecho a una mujer desnuda y encadenada, descubriéndose así su secreto: contrata a modelos con las que hace fotos que podríamos calificar de sadomasoquistas.

La sensación de poder, combinada con la sumisión de las modelos, que experimenta Josée cuando asiste a una de las sesiones acaba de tentarla, de sacar a la luz su lado oscuro: ahora quiere ser ella la que pose para él.





El juego, que deviene amoroso, tiene una derivación peligrosa que acabará afectando la vida de Josée, especialmente cuando Hassler se niega a cualquier atadura con ella, después de un viaje a la Bretaña.

Clouzot juega con la composición de los encuadres y sobre todo con el color, de manera que la propia película acaba pareciéndose a las obras que se exponen en la galería de Hassler, muy en particular durante los tres minutos antes de los créditos finales en los que Clouzot prescinde de la narratividad y nos ilustra los sueños de una Josée postrada en la cama de un hospital de forma caleidoscópica, jugando con la fragmentación y las imágenes hipnóticas.



Un film muy estimable que confirma un director siempre dispuesto a la experimentación y poco acomodaticio.