He visto “Elvis” dos veces. No porque sea un gran fan de Elvis, que nunca lo fui, ni porque la película me hubiese parecido una obra maestra; simplemente, tuve que volver a ir con alguien.

El primer visionado fue intenso, divertido, largo. Satisfactorio. Me gustó la película, su acabado es impecable, el esfuerzo narrativo para enhebrar un relato tan complejo es enorme, y sólo percibí un momento entre sus dos grandes bloques -ascensión y caída- donde, como una pequeña discontinuidad, el ritmo se rompía sin aparente razón de ser, o, al menos, sin ser capaz de dejar el poso necesario para no verte abandonado sin esa energía, sin una dirección concreta, sin saber hacia dónde mirar; quizá como el propio personaje.

Una buena película, sin más.

El segundo visionado fue diferente. Ya no buscaba, sino que esperaba. Conocía la historia, algunos diálogos, sabía hacia dónde iba el coche, y, simplemente, me limité a disfrutar.

Ahí mi punto de vista cambió.

Dejé de -inconscientemente- analizar la película, y me encontré con Elvis. Con la intensidad, con un ser -de verdad- más grande que la vida. Me encontré con su talento, con su profundidad, su extravagancia, su grandiosidad, y su alma; esa que sale a borbotones en cada estrofa -incluso forzada- en la parte final del film; la que asoma en el último concierto. En cada movimiento, espasmo o gesto.

Y si me encontré con él, es porque la película me llevó hasta él: barroca, intensa, fulgurante, atropellada, enloquecida, desafiante, exagerada y a la vez elegante. Sí, como el propio Elvis. Porque ahí, esa segunda vez, dejó de ser el personaje, y empezó a ser Elvis. Y el film empezó a dejarme entrever la misma honestidad del hombre; que lejos de actuar por parecer una estrella, disfrutaba de verdad -un hombre auténtico- sobre el escenario; quizá el único lugar donde fue feliz. Ese donde daba todo a los que le estaban esperando, abajo.

Y, del mismo modo, sentí que Luhrmann estaba usando y dando todo -como un auténtico, visceral, honesto admirador de Elvis- entregándonos un acceso exclusivo hasta esa alma, esa garganta, esa voz, sus aciertos y sus errores, sus sueños y sus frustraciones. Sus grandes aciertos y sus grandes fracasos. Sí, intenso, extremo, como fue todo a su alrededor hasta el último momento.

Realmente, lo que ha hecho Luhrmann con este film es narrar una historia compleja, poliédrica, extenuante, difícil, personal y a la vez pública, íntima y brillante, de la única manera que podía ser narrada. De la única manera que un fan devoto, intenso, y poseído por su música, puede llevarte ante -sí, definitivamente sí- alguien más grande que la vida.

En ese momento, sin preocuparme por el argumento, por las interpretaciones, por la duración, o por esa fase intermedia del film, me di cuenta de que “Elvis” no sólo era una buena película.

Es GRAN cine.

Del de verdad.

Donde tanto en la forma, como en el fondo, como en lo que se cuenta, se ha dado todo hasta el último aliento. Por amor a Elvis. Y él por amor a los fans.

Ese alma -y ese latido- asomando por la garganta, asomando por la pantalla, asomando a una butaca.