“Ginger y Fred” fue el único Fellini que llegué a ver de estreno, y tal vez el primero de toda mi vida, contando con que no recuerdo pases televisivos de ninguno de sus grandes clásicos durante mi infancia y juventud. Recuerdo que no me llamó especialmente la atención, y que me sentí vagamente defraudado ante mi primera exposición a un autor tan mítico, que, ciertamente, no me pareció que hubiese hecho una mala película pero tampoco nada especialmente mejor que lo habitual en, por ejemplo, Ettore Scola, que por aquel entonces estrenaba muchas películas en salas.
Vista con la perspectiva del tiempo, “Ginger y Fred” casi parece un retorno a modos del pasado, a las películas más sencillas de los 50, centradas en unos pocos personajes y en su situación. En una película de la gran época, Ginger y Fred habrían aparecido unos cuatro segundos en pantalla, con toda su caracterización y personalidad, para ser inmediatamente reemplazados por otras figuras excéntricas o patéticas ocupando el mismo plano, hasta el punto de que tal vez muchos repararían en ellos a partir del tercer o cuarto visionado. En cambio, aquí ocupan el centro de atención, e incluso el formato 1:1,33 (como no pude ver en el Doré la “restauración del centenario” me quedé sin saber si hay una versión con más información visual) hace pensar en la primera etapa del cineasta, por ejemplo en “El jeque blanco”, con su pareja que se separa y luego se vuelve a unir (con la diferencia de que en la película moderna se vuelve a separar).
Lo menos interesante para mí de la película es la supuesta sátira y crítica a la televisión, que me parece superficial e incluso un pelín deshonesta. Aunque se ve que hay razones de fondo (apuntadas por la intención de Pippo de decir en directo que los espectadores son unos “pecoroni”, unos borregos), el argumento principal parece ser subrayar que los programas televisivos de escuela berlusconiana son una especie de “freak shows” grotescos y vulgares, acusación que no tiene mucho peso viniendo precisamente de un cineasta que hizo del “freak show” grotesco y siempre un punto vulgar gran parte de su marca de fábrica, por supuesto con mucha más calidad que Paolo Vasile o Valerio Lazarov pero compartiendo en cierto modo el mismo ADN del “showbiz” italiano. A uno le da incluso por especular que Fellini se sentía un tanto amenazado por el imperio de la televisión, desplazado por esa exuberancia que invadía progresivamente los hogares y que imponía una estética que él pudo perfectamente ver como un reflejo distorsionado y vulgarizado de sus propias creaciones.
Me llama también la atención, en el mismo orden de ideas, ese vitriolo contra la sexualización de las vallas publicitarias, con Fellini adoptando, matizada en cierto modo, la postura del doctor Mazzuolo, sintiéndose un poco infeliz por el hecho de que el abandono de la censura en lo tocante al sexo desembocara en un erotismo chabacano y mercantilizado.
(A propósito, no dejo de encontrar significativo que Franco Fabrizi, después de ser el amoral seductor Fausto y uno de los “bidonisti”, reaparezca en la filmografía felliniana como un animador televisivo, personaje que parece ser todo un “aggiornamiento”, una actualización, de ese tipo de figuras sin escrúpulos, pero llevándolo al ámbito de la cultura y el espectáculo).
Aunque, como siempre, no faltan facetas curiosas. El grupo de dobles o “sosias” que van a aparecer en el programa, al incluir a figuras como Proust o Kafka (mención aparte merece el doble de Woody Allen, en lo que parece un cariñoso ajuste de cuentas con el neoyorquino, que tanto había imitado y seguiría imitando su cine), sugiere una cierta fagocitación de la “alta cultura”, con todos ellos acabando seducidos por el travesti, quien los lleva a través de un descampado hacia un sórdido club nocturno (secuencia en la que aparece una pandilla de motoristas que enlaza directamente con el desenlace de “Roma”).
También hay un breve momento en el que Fellini parece satirizar los incipientes videoclips, al verse una breve escena de un buzo agonizando sobre un fondo de otro planeta, que a mí me hace pensar en el ya mítico vídeo de “Ashes to ashes” de David Bowie, que ya debía de tener sus buenos cinco años y cuyo surrealismo “pop” el maestro parecía ver con cierta sorna. De hecho, en otras partes de la película se ironiza sobre la música rock, y no cabe duda de que la mirada hacia el paisaje cultural contemporáneo está resumida en los montones de bolsas de basura que se ven por doquier. Fellini no oculta su cierta mirada conservadora, hasta el punto de que la enorme presencia de inmigrantes en las calles romanas, tal como la muestra la película, tiene bastantes visos de elemento distópico.
Encuentro mucho más interesante la relación entre los dos protagonistas, sobre todo aplicándole la lectura de que la reunión entre Ginger y Fred es en cierto modo la reunión entre Masina y Fellini, que, a pesar de permanecer casados todo este tiempo, no hacían una película juntos desde la ya lejana “Giulietta de los espíritus”. Sobre su relación personal apenas podemos especular, pero, dado que la imaginación de Federico es especialmente impúdica en lo personal, los datos que nos daban películas anteriores nos sugerían una relación difícil, plagada de celos y discusiones, y, si hacemos caso a “La ciudad de las mujeres”, fracasada sexualmente. Aunque, claro, hacer caso al gran embustero es arriesgado.
En todo caso, no encuentro casual que Mastroianni deje de lado su habitual dandismo y adopte un look capilar, con ese pelo ralo y coronilla calva, que recuerda claramente al de Fellini (aunque el aspecto desastrado que en una secuencia hace que lo confundan con un homeless sea exclusivo del personaje del film), amén de su obsesión sexual, plasmada en breves poemas de los que se ríen “educadamente” un grupo de intelectuales, en lo que parece una versión poco velada de la relación declinante entre el cineasta y la crítica.
El nuevo acercamiento entre la antaño triunfal pareja (no olvidemos que, con “La strada” y “Cabiria”, Masina y Fellini fueron tal vez el mejor equipo actriz-director de la historia) es agridulce: ella parece contenta con su nueva vida lejos de los focos pero obviamente la añora, mientras que él es una sombra de lo que fue y apenas es capaz de completar su número de “tip-tap” gracias a las indicaciones de ella. Aprendemos también lo dura que fue la separación entre ambos para Pippo, que incluso tuvo que pasar una temporada en un sanatorio psiquiátrico. Leyendo la historia en la clave en que lo he estado haciendo, Fellini parece homenajear el papel de Masina en su vida, y fantasear con que, de haber estado ella ausente, quizás hubiese terminado siendo un fracasado simpatico como Pippo.
La película posee también una notable dimensión crepuscular: es muy obvio, y Fellini es consciente de ello, de que “Ginger y Fred” está muy lejos de ser una “Strada” o una “Cabiria”: como el número televisivo, que pasa desapercibido en la vorágine de show de variedades, la película es la pequeña reunión nostálgica de dos grandes talentos, así como la bonita y melancólica historia de una reconciliación entre dos personas ya mayores por cuyas vidas el tiempo ha pasado como un tren de mercancías, pero que aceptan su decadencia con una sonrisa, aunque el final, agridulce, los vuelva a separar. Lo cierto es que, fuese como fuese la relación personal entre Masina y Fellini, lo cierto es que no pudieron vivir el uno sin el otro, pues ella apenas le sobrevivió unos cinco meses, testimonio definitivo de la extraña simbiosis a la que “Ginger y Fred” rinde un claro y entrañable tributo.




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; y está claro que para hacer una crítica tan feroz como la que hace Fellini, este ha tragado lo suyo también, ya sea por tradición, obligación o placer culpable, seguro que Fellini era también de esos que ahora dicen: "Yo no miro Gran Hermano".





He visto una peli de Fellini!!
Tocaba.....



