Metropolis (1927)
Es difícil comentar un film como Metropolis, porque es ya un icono del siglo XX, especialmente a partir de la apropiación pop de los años 80, con la versión de Giorgio Moroder, que transformó el film en una suerte de macrovideoclip.
Con todo, es un film ideal para introducir una serie de reflexiones que suelen estar implícitas en muchos de nuestros comentarios. Una de ellas es “la pérdida de la inocencia del cinéfilo”. Recuerdo que, cuando vi el film por primera vez (en un aula de la Facultat de Geografia i Història, de la Universitat de Barcelona, durante el curso 1982-1983), solo conocía algunas de sus imágenes más icónicas, como la del robot Maria, vistas en revistas, quizá por eso la impresión que me causó aquel primer visionado fue algo especial, una de esas experiencias cinéfilas que no se olvidan nunca y que marcan para toda la vida (de ahí proviene mi interés por el cine mudo en general, y el alemán en particular), hasta el punto que le dediqué un trabajo de curso. De Lang había visto ya de niño su maravillosa (y terrorífica) M (otro film inolvidable), pero todavía desconocía toda su obra silente.
El recuerdo de la fascinación del primer visionado me produce esa sensación nostálgica y melancólica asociada a “la primera vez”, algo que se pierde con el tiempo (y no solo por lo que al visionado de films se refiere), y ya no se recupera nunca. No solo respecto a este film o a otros vistos en edades tempranas, sino en general. ¿Todavía nos fascinan los primeros visionados de un film? ¿No se atrofia con los años la capacidad de sorpresa del espectador encallecido?
Posteriormente, he visto Metropolis muchas veces, con la particularidad de que hemos crecido juntos: yo en años, y la película en metraje. De la duración del visionado de 1983 al actual, la película ha ido estirándose hasta la versión “casi” definitiva, una vez descubierta una copia en 16 mm, más o menos completa, en Argentina (por ejemplo, en pocos años hemos pasado de los 119 minutos a los 145, doy las duraciones de las ediciones en DVD de Divisa de 2003 y de 2010). Precisamente esos añadidos, claramente diferenciados en la copia disponible (la he visto en DVD), nos plantea otra cuestión relevante a la hora de ver cine, en especial el silente: lo que podríamos llamar el “efecto arqueológico”. Es obvio que pasar de un plano en óptimas condiciones a otro rayado y muy degradado (incluso en el formato) dentro de la misma secuencia produce una extrañeza, un distanciamiento, que no ayuda a reproducir lo que podía ser el visionado original del film. Lo que ganamos en completitud, lo perdemos en coherencia estética. Es como leer un texto poético teniendo que recurrir constantemente a las notas a pie de página o a los insertos intertextuales.
El efecto arqueológico es otra forma de referirse a lo que podríamos llamar “la imposibilidad del visionado originario”. ¿Qué experimentaba el espectador presente en la sala del UFA-Palast am Zoo, de Berlin, aquel 10 de enero de 1927, cuando se estrenó Metropolis, en pantalla grande (seguramente, enorme), una de esas salas fastuosas de la época, con una copia recién salida del laboratorio, completa, y arropada por una orquesta en directo, interpretando la espectacular banda sonora de Gottfried Huppertz? Ni lo sabemos ni, lamentablemente, lo sabremos nunca. Incluso aunque, milagrosamente, consiguiésemos reproducir esas condiciones (descubriéramos en un desván una copia completa y en perfecto estado del film), nosotros, espectadores, con más de un siglo de cine acumulado en las pupilas, somos incapaces de reproducir las sensaciones del espectador de 1927.
Todo este preámbulo viene a cuento a la hora de comentar el film, porque es evidente (y no solo en el caso de Metropolis, incluso no solo en el caso del cine mudo) que algo se ha perdido para siempre. Pero lo más sorprendente es que, a pesar de esa pérdida, la película me sigue fascinando, aunque quizá no como el primer día, ver Metropolis no es “una experiencia más”. Estamos ante un film apabullante, fastuoso, portentoso, no en balde fue la producción más costosa de la UFA, e implicó la movilización de miles de personas, entre las cuales algunos de los mejores técnicos del momento (Karl Freund, Günther Rittau, Eugen Schüftan, Otto Hunte, Karl Vollbrecht…). Y con ello no quiero decir que el presupuesto se tenga que notar en un film, y que si se nota implique un plus cualitativo, pero en este caso, sin duda, la película ejerce algo así como un efecto de “aplastamiento” sobre el espectador (algo que, quizá en menor medida, también ocurría en Die Nibelungen). Quizá esa desmesura es lo que impresionó tanto en su día a Hitler o a Speer, que en las masas en movimiento y en la arquitectura descomunal del film vieron premoniciones de su ciudad ideal. Con todo, paradójicamente, todo ello no evitó que fuera un fiasco económico y de crítica, y que casi desde el principio empezase una suerte de competición a ver qué versión se recortaba más, especialmente en las copias distribuidas en el extranjero, como si la potencia mostrada por la industria alemana asustase al mundo.
¿Qué es Metropolis? Alcaudon ha hecho un análisis en el que ha primado la verosimilitud, la coherencia, de la distopía obra de Lang y Thea von Harbou, con el resultado, lógico, de detectar multitud de incongruencias. Yo, en cambio, veo en el film más bien una fantasía (casi me atrevería decir una “fantasía musical”), que tiene más reminiscencias del pasado que del futuro. Por supuesto, la película es hija de su época, y se nota en las osadas arquitecturas de la ciudad, o en la omnipresencia de las gigantescas máquinas, pero en el fondo nos movemos en el terreno del romanticismo alemán.
Tenemos un mad doctor como Rotwang (Rudolf Klein-Rogge), que empareja la ciencia con la magia (bajo el omnipresente símbolo del pentagrama), que sueña con reproducir la vida humana, convertida en Maschinen-Mensch, en una máquina humana (como un nuevo Frankenstein o cualquiera de los nigromantes de los cuentos de E.T.A. Hoffman, o incluso como el Jakob ten Brinken de “Alraune”, de la novela de Hans Heinz Ewers). Un mago-brujo-científico que vive en una casa de aspecto medieval (o sea, que procede del pasado, y se conserva en él), única excepción junto a la catedral, dentro de una ciudad de líneas ultramodernas, casa que alberga un sinfín de pasadizos, habitaciones secretas, laboratorios y trampillas que conectan con las profundidades primigenias de las catacumbas de Metropolis. Y, a su vez, un personaje trágico, patético, enamorado de una mujer muerta, Hel, con la que no puedo consumar su amor. Una mujer que le fue robada por Joh Fredersen (Alfred Abel), el señor de la ciudad, el amo. Una mujer que venera en la forma de un descomunal busto (una de las partes del film que no aparecían en la primera copia que vi en 1983).
El recuerdo de esa mujer le impulsa a crear una replicante mecánica, esfuerzo que como primera consecuencia tiene la pérdida de su mano derecha.
Rotwang, más allá de algunos excesos actorales de Klein-Rogge (sobre todo en la fase final, en la que parece zombificado: de hecho, en la novela de Von Harbou, el inventor despierta de la muerte, o sea que, ciertamente, es lo que podríamos llamar un zombi), es, en mi opinión, el personaje más interesante del film, y también el más patético.
Junto a esa historia de amor y dolor más allá de la muerte, tan enfermizamente romántica, el argumento de Von Harbou desarrolla el retrato distópico de una sociedad futura, que mira al presente. Hay un miedo evidente a las masas (algo común en el cine de la época, como bien analiza Kracauer en su famoso ensayo: la sombra de la exitosa revolución soviética era muy alargada) y un temor no menos intenso al cambio social que implicaba el uso intensivo de las máquinas. El poder inmenso del maquinismo, fuente creativa para los movimientos futuristas, provocaba en paralelo (y en la película de Lang de manera casi inseparable) el horror a la pérdida de los valores tradicionales. De ahí esos deshumanizados obreros, que viven como en colmenas (de hecho, no muy diferentes a los barrios dormitorio de los extrarradios de nuestras ciudades actuales), en la profundidad de la tierra. Ese miedo a las máquinas es algo muy presente también en el cine alemán de la época. Por ejemplo, en Algol. Tragödie der Macht (1920), de Hans Werckmeister, donde ya aparecen muchos de los temas de Metropolis: el poder de las máquinas (su carácter demoníaco, representado por la figura diabólica de Algol); la deshumanización de la sociedad industrial; la fácil manipulación de las masas; el divorcio entre las manos y el cerebro; el carácter mediador del corazón, del amor (representado, como en Metropolis, por una inocente pareja de jóvenes); una reivindicación explícita de una sociedad tradicional, rural, donde el pueblo trabaja con las manos (esto mucho más acentuado que en el film de Lang), etc. También en Nerven (1919), de Robert Reinert, se contrapone la sociedad moderna industrial, caótica y violenta, a una especie de era dorada en que la humanidad vivía de la tierra en armonía.
Ese pasado armonioso, la apelación a la tradición, lo representa en el film de Lang la catedral, incluso en su papel admonitorio, ejemplarizante, mediante las figuras de los siete pecados capitales o la descripción del apocalipsis y la llegada de Babilonia, la Gran Ramera, que el film compara con el robot Maria.
También con toda la simbología cristiana que rodea al personaje de Maria (Brigitte Helm), en su púlpito rodeada de cruces (situado, no lo olvidemos, en unas catacumbas, refugio en Roma de los primeros cristianos).
Esa llamada a la unión del cerebro y las manos por medio del corazón, la necesidad de un mediador, es un discurso alternativo a la lucha de clases, a la revolución larvada, algo que está presente en la época. Con los camisas pardas movilizados, y el KPD (el Partido Comunista) todavía con mucha fuerza, la revolución es algo que se presiente, y que, de hecho, ya ha tenido antecedentes (recordemos la llamada revuelta espartaquista). Es cierto que la manera como se enuncia en el film es de un simplismo un tanto ruborizante, pero no olvidemos que “el mensaje”, si se le quiere llamar así, viene encapsulado dentro de un cuento, de una fantasía, por lo que se prescinde de mayores complejidades argumentales.
En fin, no me alargo más. Solo destacar dos elementos, de entre los muchos que podríamos citar durante páginas y páginas: por un lado, la fuerza extraordinaria de las imágenes, para lo cual Lang y sus técnicos recurrieron a toda la panoplia de recursos del cine del momento, incluido el novedoso “efecto Schüfftan” o la llamada “cámara desencadenada”, que Karl Freund ya había comenzado a utilizar en Der letzte Mann, de Murnau (se comenta que el propio director de fotografía aportó una cámara suya, ligera, que permitía esos planos en que la cámara se mueve como si se lanzara al aire). Por otro lado, la interpretación de Brigitte Helm. Su presencia, tanto si es la virginal Maria como si es el diabólico robot, es inolvidable. Las extrañas contorsiones de su cuerpo, su cara fascinante (no me atrevo a decir “bella”) con esos espectaculares ojos claros, oscurecidos después mediante las pestañas, cuando vemos a la actriz en la forma del Maschinen-Mensch, producen en el espectador un gran desasosiego, inquietud, incomodidad.
Me ahorro las referencias a Gustav Fröhlich como Freder, porque siempre me ha parecido uno de los puntos débiles del film, pero supongo que encajaba con la figura del Mittler que buscaban Lang y Harbou.
En fin, en resumen, me parece un film excepcional, un hito en la historia del cine (y del arte en general), un film que no se agota por veces que se visione, y que incluso hoy en día, en el putrefacto siglo XXI, consigue despertar el interés y remover al espectador de su asiento. Y sí, es cierto, el “mensaje” cae por su propio peso (lo cual supongo que justifica que con el tiempo Lang se distanciara de la película), pero nos podríamos preguntar cuántos mensajes tan o más simplistas se siguen oyendo hoy en día en boca de la política… sin ni siquiera adornarlos con la maestría de un Lang. Pero esa es la grandeza del cine en manos de un maestro (y quizá también su peligro).