Der Tiger von Eschnapur (1959)



Das indische Grabmal (1959)



La década de los 50 vio como algunos prestigiosos directores occidentales se acercaban a la India, país que había accedido a la independencia recientemente después de formar parte del Imperio británico, del mismo modo que empezaban a llegar a Europa films indios de la mano de Satyajit Ray. Uno de esos directores fue Jean Renoir, con su colorista The River (1951). Otro, Roberto Rossellini, más próximo al documental, con India, Matri Bhumi (1959). O incluso un clásico de Hollywood como George Cukor en Bhowani Junction (aunque rodada en Pakistán).

Las referencias de Lang son otras, aunque no hay que despreciar un aspecto del díptico que no se suele resaltar: las escenas rodadas en exteriores en la propia India, que otorgan por momentos al film un cierto carácter documental, reforzando cierta impresión de autenticidad.



Autenticidad, todo sea dicho, de la que carecen buena parte de las secuencias rodadas en estudio (evidentes los falsos fondos), con una abigarrada decoración y un fastuoso vestuario, excusa ideal para dar rienda suleta a la fantasía colorista, aspecto esencial de las bondades del film.



Y es que, a difencia de las aproximaciones de Renoir, Rossellini o Cukor, la de Lang (lo digo en singular porque que se divida en dos partes solo obedece a una cuestión comercial) es la de la fantasía orientalista, la del cuento deudor del estilo más folletinesco, del serial cinematográfico. No olvidemos que la historia, pergeñada en su día por Thea von Harbou y el propio Lang, y llevada a la pantalla por Joe May (más tarde, por Richard Eichberg), es una aventura que reúne todos los tópicos al uso: un sofisticado y cruel maharajá; una bella bailarina; el templo de Shiva, deidad terrible, guardado por una casta sacerdotal; intrigas palaciegas; mazmorras; pasadizos subterráneos; tigres; una gigantesca cobra; voraces cocodrilos; la peligrosa jungla; misteriosos faquires; tormentas de arena en el desierto; incluso unos leprosos confinados en las entrañas del palacio del maharajá, etc. Y, por supuesto, un héroe occidental de una pieza, en esta ocasión un arquitecto (o ingeniero) alemán, Harald Berger (Paul Hubschmid).



La película tiene todos los ingredientes para convertirse en esa fascinante obra maestra del género que tanto alababa José María Latorre, un crítico al que siempre he respetado, aunque en ocasiones, como esta, no he compartido sus preferencias (por ejemplo, en el caso de la hitchcockiana Topaz).

Pero, en mi opinión, algo falla. Por un lado, el reparto: no sé ver nada atractivo en el conjunto de los actores, todos ellos demasiado grises e incluso inexpresivos, tanto los que encarnan personajes “buenos” (como es el caso de Hubschmid), como los “malos”, sea el maharajá Chandra (Walther Reyer), su ambicioso hermano Ramigani (René Deltgen) o el grotesco cuñado, el príncipe Padhu (Jochen Brockmann, que parece escapado de una función de aficionados de “La flauta màgica). Tampoco Debra Paget me parece que aporte más atractivo a su personaje que unas espectaculares (aunque algo kitsch) danzas de fuerte componente erótico.



La cosa empeora en la segunda parte del film cuando adquieren más protagonismo la hermana de Harald, Irene (Sabine Bethmann) y su cuñado y jefe, Walter Rhode (Claus Holm). Si ella más que actuar parece escuchar como actúan sus compañeros de plano, él se entesta en mostrarse preocupado o furioso a base de histrionismo, venga o no a cuento.

No solo flojea el reparto, que, todo hay que decirlo, ha de lidiar con unos personajes que son meras abstracciones (se hace casi imposible simpatizar con ninguno de ellos), sino que el propio Lang no se muestra demasiado inspirado a la hora de rodar algunas secuencias, en particular las de las luchas finales (muchísimo mejor resueltas en clásicos como Die Spinnen o Die Nibelungen) o las carreras de los leprosos, convertidos en una especie de zombis velocistas, por los túneles que carcomen la ciudad.

¿Quiere esto decir que se trata de una mala película? En absoluto. Por momentos incluso es brillante. Como película de aventuras funciona, y como “álbum de cromos” también. Pero le falta algo más, a pesar de que hay elementos que apuntan a un film más denso: por ejemplo, esa referencia a un posible padre europeo de Seetha y todos los elementos que retratan a la joven como el producto de un cruce de culturas. O el amor necrófilo, malsano, obsesivo del maharajá, que goza con la idea de enterrar viva en una tumba fabulosa al objeto de su deseo. O cuando Seehta y Harald se refugian en una cueva que es un pequeño santuario de Shiva. Y parece que la diosa responde a las oraciones de la bailarina haciendo que una araña selle la entrada de la cueva y, con ello, los salve de sus perseguidores.



O ese momento en el desierto cuando Harald, desesperado, dispara al sol abrasador, antes de caer inconsciente, junto a Seetha, momento que marca el final de la primera parte, mediante un cliffhanger de manual, digno del mejor Griffith.



En conjunto, un film atractivo, sin duda, pero para mí lejos de ser esa “obra maestra” que algunos críticos quieren ver. Para terminar el ciclo Lang nos queda el regreso a Mabuse, Die 1000 Augen des Dr. Mabuse, un atractivo film que lleva la obsesión por la vigilancia a través de pantallas, tan cara a Lang (ja presente en Die Spinnen), a su punto máximo.