Nos venden la ética del sufrimiento para triunfar en la vida. Quién más padece, más lo merece. Nadie llega a ningún lado sin disciplina robótica y actitud de estoico. Pues que se lo digan a Lamine Yamal. O que se lo expliquen a Carlos Alcaraz. Ambos han encontrado una forma de hackear el sistema. «Quiero ser el mejor del mundo, pero a mi manera», dice el tenista sin pudor. Y en su voz hay algo más que ambición: también hay una declaración de intenciones zeta. Un guiño descarado a su generación, que ha decidido que puede ser la mejor, sí... pero a su manera. Los zetas ocupan la última letra del alfabeto. ¿Será porque van más lentos en la vida que los millennials y boomers? ¿O, tal vez, porque llegar al primer puesto no les interese tanto como a sus predecesores? Sea como sea,
la zeta está ahí, al final, repleta de etiquetas, reproches y dedos acusatorios: sois vagos, sois tontos, estáis deprimidos, vivís atrapados en el hedonismo.
Pero, aunque los zetas esperen al final de la cola, lo hacen con calma. Sin prisas, como los disfrutones que son. Antes de ellos está la Y que representa a los millennials observa con recelo. Y un paso más allá, los boomers miran horrorizados. Ellos no tienen letra, pero si la tuvieran sería una mayúscula subrayada, escrita en negrita, gritando orden y urgencia desde el margen de una hoja cuadriculada.
Aunque hay excepciones.
«Me da la sensación de que este cambio de actitud en la nueva generación es algo positivo. Hoy en día tenemos figuras del tenis algo más mayores, como Alexander Zverev o Andrey Rublev, que han admitido que no pueden más o que no son felices», opina un boomer de manual como Iván Corretja, ex tenista, entrenador y comentarista deportivo, quien ha vivido en primera fila el tránsito desde la actitud estajanovista de jugadores como Rafa Nadal hasta el éxito disfrutón de Alcaraz. «No digo que ganase por la fiesta, pero me fueron bien esos días de descanso y soy de los que si las cosas van bien, hay que repetirlas», subraya el tenista murciano en A mi manera, el documental sobre su vida privada recién estrenado en Netflix.
Con picardía y sabiduría a partes iguales, el campeón daba a entender que su victoria en las competiciones de Queen's y Wimbledon vinieron, en gran parte, por sus días previos de desconexión, diversión y desenfreno en Ibiza. Luego está Lamine Yamal, que no pierde el tiempo en defender su vida privada: lo que hace fuera del campo es cosa suya y de nadie más. Mientras su juego siga asombrando, ¿qué más da cada cuánto, cómo y con quién salga de fiesta? «Al final yo trabajo para el Barça, juego para el Barça, pero cuando estoy fuera de la Ciudad Deportiva disfruto de mi vida y ya está», afirmó tras su fiesta de cumpleaños y diciendo sin decir: 'Que os den'.
Lo de llegar al límite del desgaste, lo de dar y dar y dar hasta petar, ya no se lleva. Es un cambio de actitud, es un estilo de vida y es una forma de entender la realidad que define a la generación que cierra el abecedario. Quieren ser felices. No es mucho pedir, sobre todo si vemos el daño que el ultraesfuerzo provocó en generaciones anteriores. «Una de las noches en el hotel, pensé: yo no quiero seguir con mi vida», confesaba recientemente Ricky Rubio en una entrevista televisiva, en referencia a su retirada temporal por motivos de salud mental.
Es un cambio de mentalidad notable y no hace falta rebobinar mucho para entender por qué el fenómeno del disfrute ha camelado a toda una generación.
«Los zetas han crecido viendo a sus padres viviendo agotados por el desgaste laboral», cuenta Lara Ferreiro, psicóloga y autora del libro: ¡Ni un capullo más! (Grijalbo). El resultado: correr, más bien esprintar, pero en la dirección opuesta. Es una respuesta reactiva en la que los jóvenes han decidido gritar basta y dejar claro que no, que por ahí no pasan. «Priorizan el bienestar emocional como forma de protección», continúa la psicóloga. Mientras los boomers se coronan como la generación del trabajo duro, de la competencia y, lamentablemente, del desgaste psicológico, sus herederos centennials se replantean si vale la pena. La respuesta, claramente es no. «Los baby boomers tenían que demostrar el presencialismo, llevar una empresa, hacían más horas», explica Ferreiro.
Entre tanto, aquí tenemos al 84% de la generación Z, que, según esta experta, considera la salud mental una crisis nacional. Tres de cada 10 de los pacientes que visitan su consulta son zetas, y un 37% de esta generación ha ido a terapia alguna vez, explica. Aun así, aquí les va un dato amargo: los españoles quedamos segundos en el ranking de la UE en jóvenes con más problemas de salud mental.
Según Ferreiro, el quid de la cuestión es que se trata de una crisis reconocida por los jóvenes. Y eso es bueno: existe una concienciación clara sobre los peligros del sobretrabajo. A los jóvenes no les queda otra que maniobrar, dar media vuelta y reivindicar lo que es suyo: sus ganas de vivir. «Lo que ha cambiado es esa necesidad de preservar el bienestar», corrobora Corretja. «Prefiero ver a un Lamine o a un Alcaraz que disfrutan y sonríen, que no a un Ricky o a un Zverev diciendo que no han sido felices. ¿Que igual Alcaraz no llega a los 24 Grand Slams de Djokovic? Bueno, ya ha jugado seis finales y ha sido número uno con 21 años. ¿Qué más quieres?».
Pero no hace falta ser una estrella del deporte para que uno decida que sentirse bien va primero y luego... luego ya veremos. A sus 23 años, María Muñoz tiene la vida más que solucionada para una chica de su edad: un puesto en una consultora en Milán, un sueldo de 30.000 euros al año y la estabilidad suficiente para permitirse el alquiler en el centro de la ciudad, sus gastos fijos y algún que otro capricho.
Es su primer trabajo tras terminar su carrera. «No me puedo quejar», admite. Pero no hacen falta quejas para que uno diga «hasta aquí». A pesar de que todo iba aparentemente sobre ruedas, acaba de firmar su carta de dimisión porque su bienestar caminaba en la cuerda floja. «No es cuestión de horas, al final, si hay días que tengo que trabajar extra, lo hago. Y no pasa nada, es normal».
El camino se tuerce cuando se encuentra con que no está donde quiere estar. «Estoy lejos de casa, mi salud mental no es la mejor y he llegado al punto en el que necesito cambiar de aires, volver a España». No, no le pasa nada per se. Va a renunciar a su empleo estable en el extranjero porque «lo necesita» ¡Y sin ningún otro puesto en el horizonte! A un boomer le explotaría la cabeza. Este fenómeno, bautizado en la post-pandemia como la Gran Dimisión, es más que popular entre los zetas.
«Cambian de trabajo igual que de pareja y para ellos no es ningún problema», analiza Ferreiro. Y aunque María haya roto con su trabajo, lo hace con intención y propósito.
Su filosofía es la siguiente: «Lo dejo, vuelvo a casa, me centro. Y cuándo vuelva a ser yo completamente, cuándo esté bien, sé que haré las cosas con muchísimas más ganas». Muy Alcaraz, muy zeta de su parte. «El trabajo para ellos se ha convertido en un medio, y no un fin, a diferencia de los millennials y boomers», confirma la psicóloga. «Lo ven como un recurso». La vida es vida y el trabajo es un medio para poder vivir. Fácil. Si algo hace bien la generación de la era digital es estar al tanto de sus emociones. Hay más sensibilidad psicológica. Ferreiro lo ve en sus pacientes cada día: «Tienen una baja tolerancia al estrés crónico, ya que son más conscientes de los riesgos del estrés laboral».
Y eso no es todo.
Además de manejar con más naturalidad las emociones, buscan un propósito; no solo les interesa el salario, valoran su tiempo. No hace falta mirar lejos. Estás en la oficina y llegan las cinco, quizás las seis de la tarde. Mientras el millennial y el boomer permanecen pegados a la silla hasta fundirse en ella, el zeta promedio no tiene reparo en cerrar la pantalla del ordenador y con un «¡Hasta mañana!», salir por la puerta y empezar a vivir. «Se les cae el boli cuando se les tiene que caer. ¡Se te van! ¡No te aguantan!», dice la psicóloga.
¿Que tienen poca vergüenza? Es posible. ¿Que entienden el disfrute como parte de su día a día? También. Pero no será por falta de tesón.
«No creo que sean menos disciplinados. Simplemente necesitan combinarlo con una vida más equilibrada para poder rendir mejor», resume Corretja, a partir de su experiencia y de lo que observa en los deportistas que comparten generación con Alcaraz. «Cuando pido vacaciones no es capricho», cuenta María. «Si lo pido es porque lo necesito mental y emocionalmente. He estado en proyectos en los que son muchas horas y eso pasa factura. Necesito desconectar: con un paisaje, con vida social... me da igual cómo, solo lo necesito».
Porque cuando la «carga mental» pesa demasiado, esas horas extra que tan dispuesta estaba a ofrecer a la empresa, ahora las exige de vuelta. Los jóvenes de antes se colgaban una mochila al hombro y enfilaban a Tailandia en busca de paz mental. Hoy, para sentirse como Julia Roberts en Come, reza, ama les basta con irse a la hora que les toca, librar un par de días con tal de no llegar al colapso y disfrutar de una caña al sol.
Según una encuesta llevada a cabo por Deloitte, tan sólo el 6% de la Generación Z considera que ascender y ganar más dinero es sinónimo de éxito en la vida. El bienestar está por encima de la nómina. Tal y como cuenta Ferreiro, el 62% de los zetas estaría dispuesto a aceptar un salario menor si eso les permitiese un mejor equilibrio emocional. ¿Que el millennial quiere tener los ojos fijos en la pantalla nueve horas al día, estrujar seis reuniones en una sola jornada y teclear hasta que se convierta en un acto reflejo? Pues
el centennial prefiere dormir bien, leer un buen libro, quizás meditar un rato y salir de fiesta. «Para ellos eso también es producir», analiza la psicóloga. ¿Están redefiniendo el éxito? No cabe duda. Aquí, nuestros héroes zeta predican con su ejemplo. Antes parecía que vivir y disfrutar la vida era incompatible con el alto rendimiento, ahora están demostrando lo contrario.
Que Carlitos quiera ser el mejor tenista del mundo, que lo proclame a los cuatro vientos y que lleve su ocio y diversión como broche de oro ha venido con una lluvia de críticas y vituperios. Sin embargo, para Iván Corretja la situación es la siguiente: «Quizás el disfrute sea incompatible con querer ser el número uno del mundo, pero no debería serlo con ser deportista de alto nivel y tener una vida plena. No debería estar reñido».
La psicóloga encuentra en estos referentes un ejemplo positivo: «Lo de Yamal es un modelo saludable, porque pone límites y eso se valora, aunque haya metido la pata en su fiesta. Porque, también hay liderazgo, ¿no? Está demostrando cómo poner barreras». Ferreiro cree, de hecho, que la carrera del futbolista es más sostenible cuando se lleva con esa mentalidad, cuando el disfrutar y lo lúdico conviven con la disciplina: «Son mensajes preventivos contra la ansiedad».
Además, que las generaciones de deportistas de ahora expongan su diversión no quita que las anteriores no lo hicieran. «Simplemente no lo exponían. Ahora han cambiado las reglas del juego. No se divertían públicamente, pero tampoco sufrían abiertamente. Ahora, al menos, se atreven a decir: 'No estoy bien'. Eso ya es un avance», opina Corretja.
Pero no todo es salud mental, no todo es sentirse bien. Los zetas viven en un constante disfrute porque no les queda otra que vivir en el presente: «No pueden priorizar el éxito profesional porque el capitalismo ha mutado. La carrera no puede planificarse esperando el ascenso social, por eso se prioriza vivir el ahora», explica Carles Feixa, catedrático de Antropología Social y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.
Echemos un vistazo rápido, una mirada de 360 grados.
Los jóvenes se ven rodeados de crisis desde que nacieron: «La económica, que viene del pasado mediato; la sanitaria, del pasado inmediato, y la climática del futuro», puntualiza Feixa. ¿Y qué se hace cuando todo parece estar en llamas?: «Hacen de la necesidad, virtud. Intentan ser resilientes frente a la crisis. Es una estrategia vital».
El éxito que antes estaba más o menos asegurado con un mínimo de esfuerzo y dedicación, hoy no está garantizado. «Cuando no hay ninguna seguridad de que el sacrificio conduzca al éxito, lo que queda es aferrarse a la motivación o vivir al día. Cuando tienen opciones de premio, a los jóvenes no les cuesta sacrificarse», sigue el antropólogo. Feixa mantiene que esto se demuestra en el éxito de los deportistas de élite y también de los músicos profesionales. «La digitalización y la economía de plataformas ha conducido a un mayor control sobre nuestras vidas, a una burocratización sin fin. Triunfar y al mismo tiempo disfrutar sigue siendo lo que buscan los jóvenes; pero si no pueden triunfar, al menos disfrutan con lo que tienen», dice el catedrático.
Hace un par de años, TikTok e Instagram se convirtieron en las redes sociales hospedadoras de una moda que pasó de trend a fenómeno en lo que uno tarda en hacer tres scrolls: el quiet quitting o renuncia silenciosa. Jóvenes de todo el mundo invitaban a sus seguidores a implementar una nueva forma de trabajo. Se trataba de un desapego emocional y psicológico casi absoluto. Hacían lo justo, nada más. ¿Horas extra? ¿Labores que no les corresponden? ¿Entrar antes de hora? Olvídate.
La idea era simple: si te pagan lo mínimo, haces lo mínimo. Esta, dice el catedrático y antropólogo Carles Feixa, «es la transformación más relevante»: «La aceleración del tiempo de la sociedad digital convive con una lentificación: slow time, slow food, slow travel, desconexión».
El panorama al que se enfrentan los jóvenes no es el mejor: «El mercado laboral es incierto, los contratos son precarios, estamos presenciando crisis económicas y la presión educativa es altísima, lo que propicia el estancamiento profesional», corrobora la psicóloga. La situación, dice, es de «estancamiento profesional». Esta búsqueda de ritmos más humanos se refleja especialmente en sectores como la hostelería.
«Si las profesiones de restauración tienen problemas para encontrar gente joven es porque los horarios son esclavos», dice Feixa. «Las nuevas generaciones están luchando por una mayor conciliación entre trabajo y ocio». Y, aunque la ambición sigue más o menos intacta para aquellos que tienen la recompensa a su esfuerzo y dedicación a un penalti o un match point de distancia, las aspiraciones tienden a diluirse entre los zetas corrientes: esos para quienes el terreno de juego es una oficina gris o el eterno vaivén entre la cocina y las mesas de un restaurante. Ferreiro lo llama «síndrome de la indefensión aprendida». Es el estado psicológico en el que una persona, tras enfrentarse de forma repetida a situaciones adversas, termina creyendo que no puede hacer nada para cambiar su realidad, incluso cuando en verdad existen oportunidades para hacerlo.
La actitud con la que más se suele topar es la siguiente: «¿Para qué vamos a trabajar si al final no vamos a salir de casa hasta los 40?». Pero, por muchas razones que tengan para perseguir el deleite y el bienestar, ni los zetas son vagos de manual ni están libres de culpa. Se les suele reprochar que les gusta agarrarse una buena cogorza de hedonismo. Y que manejan expectativas irreales y tienden a la patologización del malestar.
«No quieren sufrir, se centran en el placer, en la dopamina, en la dependencia... estar siempre happy, eso no es vida», dice Ferreiro, para quien el peligro se materializa en huir a la mínima señal de un contexto retador. «Renuncian de manera temprana, no perseveran en logros». Se les llama La generación de cristal por algo. «Al final los jóvenes tienen que hacer callo, saber mezclar el reto y la salud mental».
Entonces, ¿hacia dónde vamos? Carles Feixa se aferra a la línea del equilibrio, porque cree que los jóvenes continúan siendo estoicos... pero con más ganas de vivir. «Nos dirigimos a otra dirección», afirma. «Ahora vamos hacia un estoicismo hedonista».