Al igual que el primer filme de Fernando Méndez inspiró la filmografía mexicana de los sesenta, los esfuerzos pioneros de Freda y Bava marcaron las pautas para lo que habría de acontecer en Italia, ayudado, además, por el potente referente de las primeras películas de la productora Hammer. De entrada, existe una trilogía unida por la interpretación de Walter Brandi como el nuevo señor de la noche, que tiene notables puntos en común: L’amante del vampiro (1960) [tv: La amante del vampiro], de Renato Polselli, L’ultima preda del vampiro (1960), de Piero Regnoli, y La strage dei vampiri (1962), de Roberto Mauri. No nos enfrentamos con títulos esenciales de la filmografía, pero sí con unas propuestas que nadan en el gótico más tradicional del blanco y negro y que, pese a unos argumentos con significativas lagunas, poseen encanto y magia ambiental, y concretos aciertos parciales dignos de reseñar, amén de una intencionalidad erótica nada accidental.
En L’amante del vampiro vemos de entrada cómo, en la noche, una chica va a por agua a una cascada y es mordida por un ser monstruoso. Después, nos presentan a una troupe de bailarinas que se ha establecido para sus ensayos en el lugar, próximo a una fortaleza abandonada y afectada por leyendas. Dos de las chicas y el novio de una de ellas se pierden en la foresta y descubren el castillo en mitad del bosque, justo cuando los sorprende una tormenta y se ven obligados a entrar en él. Se asombrarán al comprobar que el recinto está habitado por una condesa llamada Alda y su mayordomo; en realidad, una pareja de vampiros que necesitan de la sangre para recuperar la lozanía. Pronto, el sirviente morderá a una de las muchachas, dejándola en trance sin que los demás reparen en ello. Los jóvenes marchan del lugar y, en el trayecto, encontrarán una carroza conducida por un encapuchado que no es otro que el ser espantoso del principio, que se acerca al cementerio para acabar con su primera víctima, ahora vampira, para atravesarle el corazón con una estaca y evitar complicaciones de prole. En el devenir, entenderemos que la condesa ha de morder a su sirviente, que no es otro que el ser monstruoso rejuvenecido y portador de la sangre renovada que ella necesita para mantener fresca su escandalosa belleza, rememorando de nuevo al personaje histórico de la condesa Báthory.
Entre bailes insinuantes y amenazas varias, llegamos a un desenlace en el que ambos seres, acosados por las cruces de sus perseguidores, morirán en la azotea de su castillo, con la salida del sol, descomponiéndose sus cuerpos de manera semejante al Drácula de Fisher —al que visitaremos más adelante—, del que no duda en tomar más detalles, como los planos de las caídas de las otoñales hojas que preceden al ataque del vampiro, la ansiedad sexual de las víctimas ante la inminente mordedura, o el hecho descarado de juntar los candelabros para formar una cruz. También hay un claro guiño a La bruja vampiro, de Dreyer, con la secuencia de la muerta que observa el paisaje de los árboles desde la mirilla de su ataúd. El filme es una mezcla de cine clásico, bien cuidado en sus formas, con imágenes nocturnas de gran valía, y con el comercial aderezo de secuencias de alto contenido libidinoso para la época. Se aprecia la intención erótica en las ondulantes danzas de las chicas, sus movimientos pélvicos y expresiones algo más que artísticas; en los escotes de la condesa y sus claras intenciones exhibicionistas, permitidas por la exuberancia de la actriz María Luisa Rolando. Walter Brandi, a ratos monstruoso vampiro, de rostro pastoso y desagradable cuando está falto de sangre, sufre el desdén de su señora a pesar de sus servicios incondicionales, siendo más víctima que motor de horrores, e inicia su periplo interpretativo dentro de la temática, pese a ser actor de poco carácter, aspecto de galán de serie B, demasiado blando para un papel de estas características. No obstante, el filme tiene cierto gancho que consigue retener la atención del espectador, tal vez por la belleza de la fotografía de Angelo Baistrocchi y por el tono ambiental de unos decorados naturales bien seleccionados, tanto en interiores como exteriores.
L’ultima preda del vampiro está concebida siguiendo las mismas pautas que la película anterior. Tras un prólogo en el que vemos cómo en una tenebrosa cripta se abre la tallada losa de una tumba empujada desde dentro, pasamos a las peripecias de una compañía de bailarinas, de nuevo, que se pierde con su autobús en la noche y vienen a recalar a la vieja y almenada fortaleza del conde Kernassy, donde va a transcurrir toda la trama. En este concierto de oscuridades y trampillas secretas que conducen hasta los propios sótanos del castillo, un misterioso ser, que se escamotea a nuestra mirada, intenta vampirizar a las chicas de la compañía. Su primera víctima aparecerá más tarde desnuda para atacar a uno de sus compañeros en su lecho, y terminará con una puntiaguda antorcha clavada en el corazón. El personaje femenino principal, encarnado por Lila Rocco, será el que evite el siguiente ataque, logrando que se desvele por fin el misterio. Se trata de un antepasado del conde, que vuelve de la tumba en busca de doncellas de las que alimentarse, y que encuentra gran parecido entre la protagonista y su perdido amor. El enfrentamiento final terminará con el vampiro retrocediendo de la luz que entra por el tragaluz de la cripta, hasta clavarse en uno de los dos salientes metálicos del escudo heráldico que hay en una de las paredes. Una especie de hachas clavadas en el mismo, absurdamente acabadas en punta que, nada más verlas, piensa uno que están destinadas para albergarse en el negro corazón de un ser de las tinieblas como este. Su cuerpo se irá descomponiendo hasta desaparecer, dejando ver el uso de sobreimpresiones de pinturas para ilustrar la transformación. Walter Brandi, en esta ocasión aún menos vampiro a juzgar por su actitud y poca expresividad, juega papel doble, en un filme fetichista, en el que Regnoli se esfuerza por encuadrar una y otra vez las piernas desnudas de las bailarinas, tal como lo hiciera Polselli, y que parecía iba a tener un desarrollo menos premioso y más denso, según se deducía de sus primeras y prometedoras imágenes.
En La strage dei vampiri, más coherente que la anterior, Walter Brandi no encarnaba a ningún ser de las tinieblas, dejando el privilegio a un actor de rasgos más adecuados y con mayor amenaza satánica en sus expresiones: el germano Dieter Eppler. Brandi, en esta ocasión, sería el actor protagonista humano, sufridor de los espantos de todo un diablo que viene a llenar de horror su matrimonio. Armados de antorchas, en la línea de las películas Universal, un grupo de aldeanos persigue a una pareja de vampiros en la primera secuencia del filme. Ella es alcanzada y le clavan una estaca en el corazón, pero él escapa y se refugia en la bodega de un viejo castillo, donde acomoda su ataúd. En una fiesta celebrada en el mismo, conoce a la esposa del nuevo propietario, a la que seduce y termina vampirizando. Ayudado por el médico que asistió a su mujer, mientras el extraño y sus dos compañeras siguen haciendo de las suyas hasta el punto de morderlo un par de veces, este planea la mejor manera de acabar con el mal. Su esposa terminará con el corazón atravesado, la otra vampira quedará anulada por efectos de la cruz, y él conseguirá, en el desenlace, clavarle al monstruo una reja de puntiagudos barrotes en mitad del pecho, anulando para siempre la maldición.
Aquí hallamos la típica amenaza ponzoñosa que se esconde entre las sombras, con un Eppler perverso y robusto, que merodea a sus víctimas como un perfecto depredador. Ejemplar es la secuencia exterior nocturna en la que espía los movimientos de la dama en su dormitorio, desde la distancia, gracias a los grandes ventanales. Los ángulos de cámara y travellings de Roberto Mauri intentan sacar partido a un decorado de regusto decadente, romántico, que enmarca esta tragedia que habla de amor, infidelidad y horror. Un cuento macabro en el que se potencia el uso de la cruz y de la estaca y, al igual que en las dos películas anteriores, se desdeña la metamorfosis en vampiro animal, sin que ello reste interés al conjunto. Por otro lado, estamos ante una historia decimonónica, por lo que el vestuario irá totalmente acorde con la ambientación, cuyos elegantes interiores naturales son de agradecer. Al final del tenso desenlace, del encapado vampiro solo quedará un esqueleto descarnado envuelto en ropa, palpable prueba de que los fenómenos sobrenaturales existen; detalle que jamás podrá olvidar el personaje interpretado por Brandi, del que en un momento dado se llega a sospechar si no se ha transformado también en ser de la noche, habida cuenta de su anterior tendencia a llevar dientes algo más largos de lo habitual.