Dario Argento, heredero espiritual de Bava, tomaría el testigo en su interés por narrar historias fantásticas y de terror que, en ocasiones, localizaba en ambientes tétricos con gran personalidad. Hablo de su periodo posterior a los giallos iniciales, a la denominada trilogía de animales. Rojo oscuro (Profondo rosso, 1975) es el filme que significaría la transición entre el estilo realista de sus primeros filmes de suspense y el horror macabro sobrenatural. Es un giallo, sí, pero también se implica en la complacencia de lo sobrenatural, aunque en una dosis muy inferior a los productos venideros, total eclosión del género hacia las vías de la permisividad absoluta, de la desbordada imaginación sin cortapisas ni reglas. Argento, de nuevo partiendo de un guión suyo y de su esposa Daria Nicolodi, plantea una cinta osada, densa, plena de encanto y virtuosismo plástico. Más que nunca hasta ahora, se desvela el fotógrafo de la soledad que lleva dentro, filmando escenarios soberbios, inmensamente vacíos, donde pululan sus personajes como héroes —o antihéroes— víctimas de su designio. En la investigación que lleva a cabo un David Hemmings amenazado de muerte, habrá de recalar en una vieja casona abandonada, consiguiéndose, en sus interiores sombríos y polvorientos, algunas de las mejores secuencias del filme. Sería el preámbulo para penetrar más intensamente en la temática en la próxima película. Suspiria (Suspiria, 1976), es, con toda justicia, su obra maestra, su filme más inspirado y creativo, en el que se conjugan el clasicismo de la realización más perfilada, con un neto sentimiento experimental que bebe de todos los elementos básicos usados con acierto en empresas precedentes.
Esa esencia vanguardista, que transporta el filme hasta los terrenos de un expresionismo fílmico cromático heredado de las corrientes germanas, pese a la distancia en el espacio y el tiempo, confabula una estética ambiental y fotográfica de exquisitos valores artísticos —gran trabajo de Luciano Tovoli—, realzando la excelente dirección artística de Giuseppe Bassan —que ya era un habitual del equipo técnico, repitiendo en las tres siguientes propuestas— y popularizando el sello Argento hasta límites insospechados. Decir que los asesinatos continúan con su crueldad plástica, como punzadas de luz que hieren la retina camino del cerebro, como si se tratase de un ritual maligno, satánico, es referir lo que se intuye con el inicio del filme y sus potentes imágenes. El guión, coescrito por Argento y su esposa, no tiene desperdicio: una joven norteamericana llega de noche a la prestigiosa academia de danza Tanz, de Friburgo —preciosa por fuera, peligrosa por dentro—; una recargada y espectacular mansión en la que van a acontecer espantosos sucesos que envuelven a la joven y que, como único medio de supervivencia, la obligarán a investigar a fondo para descubrir que algo sumamente terrible anida entre los viejos muros de tan lóbrega vivienda. El principio del filme resulta espectacular, con el asesinato de una interna que se da a la fuga. Intuimos, por las contrastadas imágenes, que el horror satánico es el hilo conductor. Este inicio planificará la primera composición fuerte de la narración: la muerte de la prófuga y la de la amiga que la asila conforman una pintura atroz, adornada por el rojo de la sangre y sus laceradas carnes. Los terrenos de brujería se concretan de manera eficaz sin que la atmósfera de suspense sienta merma alguna. Un horror abstracto e indefinido que va dando paso a un terror concreto, con rostro propio, no por ello menos espantoso.
Espeluznantes secuencias dominan la trama, en tanto la música de I Goblin acompaña traduciendo las imágenes en un concierto más surrealista aún. Secuencias como la maraña de alambres que atrapa a la víctima y la inmoviliza hasta la llegada del cuchillo cruel, o la de la chica desfallecida caminando por el pasillo, con aquella cocinera que limpia un objeto de cristal que destella una atmósfera cargada de motas brillantes, que aturde tanto como hechiza —se llevó a cabo con el uso de una lámpara especial y rociando con polvo de plata—, componen una antología, tan bella como bizarra, de horrores imprevisibles. El esteta Argento se esfuerza por emplear travellings inconmensurables —el seguimiento auditivo a la marcha de las profesoras, traducido en imágenes filmadas a ras de suelo que la protagonista no puede ver—, o ángulos extremos que transportan hacia un clímax de tensión añadida: movimiento de la cámara hasta la bombilla del techo, en close-up, enfocando con profundidad de campo a la siguiente víctima a través del vidrio y con el filamento encendido, aumentando la angustia de la situación, mediante el posicionamiento de un plano tan osado como intrincado. El fotógrafo de la soledad vuelve a aparecer con mayor pujanza aún, en la secuencia donde el ciego queda desamparado junto a su perro en mitad de la enorme plaza, a la espera de que el águila de piedra desprendida del monumento vuele hacia él. Sorprendentemente, será su propio perro quien acabe con su vida, en una secuencia en la que los travellings, desde la distancia, volverán previamente a mostrar la soledad total del personaje acosado como preludio a su muerte. Al igual que el recurso del flashback, tan requerido por él, que se verá aquí multiplicado, consiguiendo ampliar el misterio y el desasosiego, sobre todo en el desenlace del filme, donde las claves, al igual que un complejo criptograma, se definen. Como la casa Usher, tan hermosa como maldita, al perecer sus moradores en el incendio, el edificio morirá también con ellos, demostrando que su destino está con los que la frecuentan. Señalar que, para las tomas exteriores de la academia, filmaron el hermoso portal gótico de la Hans zum Walfish, que ofició de morada de Erasmo de Rotterdam en el mismo Friburgo.
Injusto sería no referir el buen trabajo de Jessica Harper —ojos inmensos, tan del gusto de la escuela italiana—, que se ve sumergida en un lóbrego infierno, donde las compañeras parecen ignorarlo: inquietante juego de miradas en el intercambio de opiniones en la noche de la invasión de los gusanos, entre ella y Stefania Casini. Un lienzo circular delimita la estancia-dormitorio; un lienzo —¿pantalla?— que dibuja el perfil de la directora, con su respiración ronca, de ultratumba, mientras las dos chicas —con diferente mirada: resabio e inocencia—, conversan ante las terribles y fundadas sospechas. Muchas claves expuestas por Argento en esta inspirada y barroca cinta, de violentos colores y con cierta esencia modernista de art déco; una pesadilla hecha imágenes que cuenta con el aporte artístico de actrices de la talla de Joan Bennett y Alida Valli, y que viene a significar una de las más importantes cintas de terror en la evolución del género en su apartado imaginario.
La concepción sobrenatural en materia argumental —satanismo y brujería, con ciertos toques lovecraftianos—, expresada en Suspiria, propició en Argento el incentivo y el reto de escribir una continuación que otorgara un nuevo sentido a la tesis anterior. Creó la idea de las tres madres —Suspiriorum, Lacrimarum y Tenebrarum—, permitiendo que la trama, en su continuidad, se centrara en la segunda, y naciendo con ello un nuevo título en su filmografía sobrenatural, que quedaría emparentado con el anterior no sólo en conceptos temáticos, sino también en la exquisita y barroca ambientación, que abría las miradas hacia otros mundos plásticos, casi sicodélicos, que están presentes en nuestra aparentemente sosegada cotidianidad. En Inferno (Inferno, 1980) un estudiante de música que reside en Roma, tras la desaparición de su hermana, se desplaza hasta Nueva York en un intento de investigar dicho suceso. Descubrirá un inquietante relato que refiere la construcción de tres ponzoñosas casas —una vez más el habitáculo maldito— en distintas partes del planeta, que, además de contener claves ocultas, albergan a tres hermanas muy peculiares. Los crímenes se sucederán, hasta desembocar en un final metafísico, donde se revela la verdadera naturaleza de las tres madres unidas —la mismísima muerte—. Analizando el esbozo argumental, de entrada nos sorprendemos por el giro temático que plantean todos los sucesos del filme precedente, con un prisma bien distinto. Argento se esfuerza por mantener la línea estética de sus anteriores hallazgos: el barroquismo exacerbado, los travellings osados e interminables, la cámara subjetiva... Pero todo en un universo de horrores constantes, de colores fuertes y contrastados, de expresionistas imágenes que deslumbran tanto por el terror de los crímenes rituales, como por el manierismo de la osada estética —esta vez, la fotografía es de Romano Albani—. La secuencia inicial, casi imposible en su juego de la cuerda floja, con la chica nadando en los sótanos de la vivienda, propinan tensión y angustia suficientes como para que el espectador tema la continuidad. Seguiremos hallando secuencias shock, imprevisibles —recordar la del ciego asesinado por su perro en Suspiria—, como aquélla en la que el anticuario Kazanian intenta ahogar en la enorme laguna a los gatos capturados, con espectacular eclipse de luna como decorado de fondo. El siniestro tipo, impedido por su cojera, caerá al agua y comenzará a ser devorado por las ratas del lugar. A sus gritos de socorro, un carnicero, que trabaja en un quiosco cercano, correrá hacia él, enorme cuchillo en mano, para socorrerlo. Nuestra impresión es errónea: el acero será destinado para segar la vida del propio anticuario. Las sorpresas, tanto argumentales como plásticas, proliferan, hasta llegar a un desenlace sorprendente, con la apoteosis destructiva final, reveladora del espantoso rostro de la muerte hecha carne. Daria Nicolodi vuelve a hacer acto de presencia en la filmografía de su marido, en un filme que, junto a los dos anteriormente citados, constituyen la terna más aguda y elaborada de su obra global. Resulta difícil olvidar la secuencia en el conservatorio de música, con aquella ventana que se abre por el viento y la cámara vuela por la amplia estancia —imitando, por cierto, el vanguardismo de El hundimiento de la casa Usher, de Jean Epstein—, al compás de los acordes del delicioso Va pensiero, de la ópera Nabucco, de Giuseppe Verdi; o la escalofriante secuencia en los sótanos de la biblioteca romana, donde se respira el horror de una alquimia terrible, ancestral, a favor de las fuerzas del mal desatadas: toda huida parece imposible cuando la parca ha tomado serias cartas en el asunto.