Después de haber visto esa alucinación visual que es ¡Madre!, donde tuve el pálpito de estar viendo realmente una película destinada a convertirse en objeto de culto, Aronofsky baja considerablemente el listón de sus atrevimientos. No obstante, de nuevo, encierra a sus pobres personajes en un pequeño escenario y los somete a la peor de las torturas, sin compasión con ellos ni con nosotros.
Toda la escena huele a vómito, semen y orín, y Aronofsky no trata de ocultarlo, sino que lo revela y lo restriega en la cara de los espectadores desde la primera escena. Que nadie se escape de esta miseria moral que termina convirtiéndose en física.
No es película fácil de ver ni de aceptar. Su nihilismo es intenso, agotador, y casi tritura a sus personajes en medio de una avalancha de desesperanza, más intensa y abrumadora que el enorme sobrepeso del protagonista. Vemos simplemente la muerte a cámara lenta de una persona cuya vida tiene unos fundamentos que le permitirían ser feliz, o al menos no ser infeliz. Esto hace aún más dolorosa la situación, porque entrevemos en el personaje inteligencia y bondad, pero éstas están arrinconadas por una desesperanza casi irracional, alimentada además por una serie de personajes "tóxicos" que arrastran taras morales de distinta índole: cinismo, fanatismo, egoísmo... Al final, sólo resulta tener una pizca de humanidad el repartidor de la pizza: ese el culmen de la empatía humana en esta película. Tiene ese turbio e insano ambiente que vemos en obras teatrales como ¿Quién teme a Virginia Woolf?, aunque sin caer nunca en su histrionismo.
En tan deprimente ambiente es difícil poder apreciar los talentos interpretativos, porque poco hay que admirar en su comportamiento. Aún así, resulta impresionante la dura y emotiva actuación de una jovencísima actriz (Sadie Sink) que demuestra en cinco minutos cómo se le puede dar añadir intensidad a una historia sólo con miradas de desprecio o de odio. Significaba ese personaje un reto por su calculada ambigüedad y doblez; es una actriz que interpreta a una actriz y, finalmente, resulta ser el único personaje que verdaderamente evoluciona en su dramatismo a lo largo del metraje. Su interacción con el resto de personajes, en especial con los interpretados por Ty Simpkins y Brendan Fraser, le permite una transición dramática que asimila a la perfección. Me descubro ante este talento natural.
Aronofsky no ha escogido un camino fácil. No es sencillo realizar una adaptación teatral donde hay tal unidad de espacio y acción sin que decaiga en algún momento el interés de los espectadores. Para ello dosifica pacientemente las distintas incógnitas que desde el principio se plantean, incluso en las vidas de sus personajes secundarios, pero sin por ello caer en el histrionismo (y hubiera sido fácil). Tal contención se lleva hasta aquellas cuestiones simplemente sentimentales y es muy evidente que evita a toda costa cualquier exceso. Lágrimas, las justas. De todas maneras, es difícil llorar por personajes que prácticamente han renunciado a casi todo lo que en la vida hay de valioso y se han abandonado a una destrucción tan calculada.
Sólo para ser vista en días soleados.