pero antes de pisar el suelo del hotel de Chesil. Y es el peor de los pecados: No haber sido totalmente sincera con Edward. Pero estamos hablando de 1962, en una época que todo lo referente al sexo era considerado vergonzoso y oculto, una función necesaria para la vida pero de la que la gente educada no hablaba, sino por eufemismos. Esa es la razón por la que el perspicaz párroco le aconseja muy elegantemente que posponga la boda antes de que cometa un grave error.
A partir de ahí, ella crea una fantasía, una mentira, que termina creyéndose. Da por sentado que su joven esposo aceptará como normal una relación casi platónica de por vida, cuando es evidente (y la escena del cine es muy descriptiva) que sus intenciones son otras. Por decirlo así, él la ama en cuerpo y alma; ella no lo siente así. Ella sueña que su matrimonio sea como su cuarteto: Los dos componiendo una hermosa melodía pero con partituras separadas.
Desde la huida del hotel el grave error lo comete él. Florence es tan perfecta, tan perfecta, que abruma: llena de una humanidad y una personalidad arrolladora; tan brillante en su cuarteto de cuerda como compasiva y amable con sus semejantes. "Cásate con esa chica", le dice su padre la primera vez la conoce. Al fondo, entre los sonidos y aromas de la cocina, se afana la bella Florence en ayudar a poner la mesa. Edward la mira orgulloso. Tiene razones para ello.
Ante esto, es insoportable que poco después veamos a Edward tildarla de "bitch" o de "frigid". Es el punto de ruptura de la historia, la clave, y él se da cuenta; ambos se dan cuenta.

En él vemos que de nuevo, como en la desmedida reacción para proteger a su amigo que va filosofando sobre Gabriel Marcel, que es un personaje que no tiene sentido del equilibrio. Es una reacción infantil, tan infantil como ese gesto amargo e innecesario de hacerles jurar a sus hermanas que nunca pronunciarán su nombre ante él.
El orgullo de la juventud pasará pronto, el sabor amargo se posará en su aliento y, cuando vea marchar a esa niña por la orilla del canal, en realidad está viendo despedirse a su misma vida, encarnada en la pequeña Chlöe. Es como el fantasma del pasado de Dickens, que te muestra lo que pudiste ser y elegiste no ser.
Edward será el gran perdedor y me temo que sus lágrimas son más amargas. Florence ha conseguido buena parte de lo que había soñado, incluyendo el éxito en su vida profesional. Desconocemos si será feliz en su vida privada, pero los gestos de cariño de sus hijos y nietos a la entrada del teatro hacen pensar que sí. En Edward sólo vemos soledad y el recurrente mundo del críquet y los mismos caminos y paisajes de su juventud. Para él la vida no ha cambiado; para Florence, sí.
Los dos sienten mutuamente ese vacío que magistralmente describió Chazelle en el acto final de La la land. Sólo que, en esa ocasión ni Ryan Gosling ni Emma Stone lloraban; sólo quedaba esa mirada, entre agradecida y melancólica que ella le dirigia a él al salir del club. La música continuaba y la vida continuaba, pero no había perdedores absolutos. En la playa de Chesil sí hay un gran perdedor y sus lágrimas lo delatan.