Vengo repasando varios clásicos.
Hace poco la descomunal El Fotógrafo del Pánico (1960, Michael Powell), donde asistimos verdaderamente y sin vueltas a la terrible puesta en escena de la Muerte , armada por el patético protagonista quien filma a sus víctimas entre el horror, la fascinación y la piedad; esta peli logra algo que perturba: nos incluye entre las víctimas y victimarios de ese espejo catártico donde el cine de terror refleja nuestros más profundos temores.
Y anoche vista en condiciones totales (excelente copia, bien tarde y a oscuras) La Semilla del Diablo ( 1968, Polanski). Genial y sublime peli de un director en todo su esplendor. La peli nos advierte aquí que el terror se encuentra en lo cotidiano, en la posibilidad de encarnarse en nuestros vecinos. Y acaso, en la persona que tenemos cerca todos los días

. Son suficientes las dos horas de la película para que el director nos impaciente con la aparente fragilidad de una pareja de viejitos solitarios. Son sutiles indicios que Polanski nos expresa en las casualidades de suicidios, accidentes, cambios de médicos, y desmejoramientos físicos en la figura de Rosemary (una excepcional Mía Farrow). Sólo son partes del enigma los resueltos por el Scrabel y los libros de brujería que descubre la sufrida protagonista.
En fin, película llena de sutilezas geniales que explotan cuando vemos a los enviados del Mal festejando el triunfo en una de las escenas más terroríficas de la historia del cine. Sí, esa, la de la impactante cuna negra.
En fin, dos películas sublimes, magistrales, insoslayables y terriblemente influyentes. Ya se ha dicho todo, pero siempre viene bien recordar algo, por escueto que sea, y transmitirlo, compañeros
