El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1946), de Tay Garnett



El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1981), de Bob Rafelson



Aprovechando la reciente relectura de la novela de Cain y el visionado de la adaptación de Visconti, me programé ayer una sesión de tarde con la tercera y la cuarta versión cinematográfica de la obra del novelista estadounidense.

Sin duda, la tercera, dirigida por Tay Garnett, es la más famosa de ellas, lo que no quiere decir la mejor. Como es natural, a diferencia de la de Visconti y la anterior de Chenal, tanto Garnett como Rafelson sitúan la acción en California. Garnett parece hacerlo en un período contemporáneo al film, sin ninguna referencia explícita al contexto de la Gran Depresión, mientras que Rafelson la fecha de diversas maneras: describiendo las calles de la ciudad repletas de migrantes desplazados por la crisis económica y mostrando un calendario en el cuarto de Frank Chambers (Jack Nicholson) del año 34.

La película de Garnett se puede encuadrar claramente dentro del género noir que tanta presencia tuvo en el cine norteamericano durante los años 40, de un género que en 1946 ya estaba perfectamente codificado. Si acaso sorprende que se trate de una producción de la MGM en lugar de la Warner, aunque, ironías del destino, ahora parece que los derechos del film los tiene precisamente la compañía de los hermanos, a juzgar al menos por el DVD que he visionado. De hecho, la Warner prestó a John Garfield para el papel de Frank Chambers.

El guion lo firman dos bregados guionistas: Harry Ruskin y Niven Busch, aunque es fácil suponer que la presión de la censura obligaría a más de una modificación. Uno de los cambios (aunque no creo que por la censura) es la nacionalidad de Nick. El marido de Cora no es un griego ni se llama Papadakis, sino Smith. Su intérprete, Cecil Kellaway, responde más o menos al Nick de la novela, por edad (aunque lo veo un poco mayor) y afabilidad, pero no tiene ese aire “apestoso” que describe Cain. Todo en el film de Garnett es un punto demasiado pulido, limpio, sin aristas, supongo que para hacer más creíble la aparición estelar de Lana Turner.



Es cierto que la primera aparición de Cora, con ese lápiz de labios rodando por el suelo (el mismo que caerá de su mano en el momento del accidente fatal) y la cámara acercándose a sus piernas, para luego mostrárnosla en “todo su esplendor”, es uno de los momentos más icónicos del cine negro norteamericano, pero en mi opinión Lana Turner resulta demasiado glamurosa para el papel de Cora. En la novela, Cora procede de Iowa y quería ser actriz en Hollywood, pero solo consiguió arrastrarse por cafés de mala muerte hasta que Nick la pone “a salvo”. No hay glamur en el personaje, si acaso ha de desprender atracción sexual, que es otra cosa.

A diferencia de la Giovanna de Visconti, siempre vemos a esta Cora impecable, como recién salida de la peluquería, perfectamente peinada y maquillada, en ningún momento nos la creemos como sufrida trabajadora de un restaurante de carretera. ¿Dónde están los platos sucios? En cambio, en la de Rafelson, Jessica Lange sí resulta creíble, sí nos transmite el esfuerzo, el duro trabajo, de ponerse detrás de los fogones y servir a una clientela de camioneros y viajeros de paso.





Hay otras diferencias: por ejemplo, Cora se ve ante la perspectiva de seguir a Nick, su esposo, que quiere vender el restaurante (el “Twin Oaks”) para irse a vivir con su hermana, parapléjica, y que Cora la cuide, pero no se hace mención a la intención de Nick de tener un hijo. También es diferente el papel que se otorga al fiscal, Sackett (Leon Ames). En el film de Garnett es el que deja a Frank en los “Twin Oaks” y el que descubre el accidente mortal, porque desconfía de las intenciones de la pareja respecto al marido y los sigue por la carretera. El enfrentamiento entre el fiscal y el abogado (un magnífico Hume Cronyn, que aquí se llama Keats y no Katz) se aproxima a lo que se narra en la novela, aunque reconozco que ni en el texto ni en las películas la compleja historia de las pólizas de seguro (en Cain son tres; en Garnett, una, y en Rafelson, dos) me resulta demasiado comprensible. De ahí el buen criterio de Visconti y sus colaboradores de eliminar toda esta parte, demasiado pegada a la realidad norteamericana, pero no a la europea (¿quién tenía en los 40 un seguro de vida?).

El episodio en que hace su aparición el exdetective Kenendy (Alan Reed, la voz original de Pedro Picapiedra) y su intento de chantaje es bastante fiel a la novela, más que en el caso de Rafelson (en Visconti, lógicamente, no existe tal personaje). En cambio, tal como acabó quedando el film (ya que se aplicó la tijera al personaje, siendo casi eliminado del todo), Madge (Audrey Totter), la domadora y cazadora de grandes felinos, casi no juega ningún papel, salvo por el detalle de la corbata delatora, lo cual, vista la manera un tanto grotesca con que la introduce Rafelson en su película (interpretada por Anjelica Huston), casi es de agradecer. Es un personaje que ya en la novela resulta un tanto excéntrico, solo justificable, a mi modo de ver, por el papel que Cain otorga a los felinos, quizá un símbolo del destino.

Pero lo menos satisfactorio se concentra en la parte final. Por un lado, ese patético intento sacrificial de suicidio de Cora en el mar, dando la posibilidad a Frank de que la deje morir, agotada como está (y que, por supuesto, Frank no acepta en absoluto). Ni sale en la novela ni le veo el menor sentido, más allá de acentuar el calvario punitivo que supone el tramo final de la historia para los amantes culpables del crimen. Luego, los momentos finales en la cárcel, con ese Frank implorando una especie de perdón divino, recibiendo la recompensa por boca del fiscal, el mismo que lo ha acusado sin concesiones, que le hace ver que su muerte no será por matar a Cora, en lo que se supone que se consideraría un accidente provocado, sino por matar a Nick, incluyendo esa referencia al cartero que llama dos veces (y que, en realidad, no aparece en la novela). Solo faltaría que la banda sonora nos ofreciera de fondo un coro angelical. Es cierto que Cain también termina con unas frases de Frank en que nos pide a los lectores una oración por Cora, pero el tono es muy distinto.

¿Y el sexo? A mí, personalmente, me parece una versión mucho más comedida que la de Visconti. Sorprende que sea mucho más atrevida una película rodada en pleno régimen fascista que otra en una democracia como la norteamericana. Salvo por algunos besos, más o menos apasionados, y unas “inocentes” escenas playeras, poco nos ofrece Garnett en esta materia. A pesar de ello, la película arrastra desde su estreno una cierta fama de film escándalo. Y corren rumores, ciertos o no, de tensión sexual durante el rodaje entre Garfield y Turner. A mí, ¡qué queréis que os diga!, en este capítulo el film no me convence en absoluto. Es ver a la Turner con sus modelitos y sus mohines y toda la tensión que podría haber entre Cora y Frank se desvanece.

Por el contrario, la película de Rafelson se va al otro extremo. Supongo que 35 años después ya se podía ser explícito (la novela lo es bastante más que la película de Garnett), y a eso se dedica el director con la participación de David Mamet en el guion, el primero de su carrera. Mamet ya era en aquel momento un reputado dramaturgo con varias obras de éxito en el off-Broadway. Su guion potencia el aspecto sexual que actúa como motor de la relación entre Cora y Frank, plasmada en la célebre escena del polvo en la cocina. Pero hay más: esa relación que mantienen junto al cadáver de Nick, algo que está en Cain, pero que, por supuesto, ni siquiera se insinúa en Garnett. Jessica Lange consigue resultar tremendamente sexi, sin maquillar su aspecto de trabajadora.

Por otra parte, Rafelson-Mamet restituyen a Nick su condición de griego, incluso la refuerzan en relación con la novela, mediante una fiesta con sus compatriotas. Además, la interpretación de John Colicos sí nos hace pensar en ese personaje “grasiento y apestoso” que describe Cora en la novela, y nos hace creíble su deseo de tener un hijo (el Nick de Garnett es demasiado mayor): es ejemplar esa secuencia en que rodea a Cora con sus pies desnudos, tocándole la barriga. Desde luego el abogado (que aquí sí se llama Katz), interpretado por Michael Lerner, no tiene la fuerza del de Cronyn, pero en general veo esta versión más cercana a Cain, que no la de Garnett. El final, aunque nos ahorra las últimas palabras de Frank antes de ser ejecutado, me parece mucho mejor: con Frank junto al cadáver de Cora, sin necesidad de explicar al espectador cuál es la condena moral que experimenta el protagonista.

Acabo con una referencia a los aspectos visuales. La película de Garnett sigue la plantilla del cine criminal de la época, con fotografía de Sidney Wagner. A mí, personalmente, no me parece que la dirección de Garnett aporta demasiado a la película. Hay algunos buenos momentos, como la presentación de Cora o ese gesto final del brazo inerte dejando caer el lápiz de labios, y se trabaja bien la negrura del relato, pero no la destacaría especialmente dentro de las decenas de películas noir de la época. Por el contrario, Rafelson se sirve del “bergmaniano” Sven Nykvist para la fotografía, que recurre como es habitual en él al uso de poca luz, con preferencia por los tonos marrones, terrosos, que se ajustas perfectamente a la historia. Además, gracias a la excelente ambientación, uno siente la mugre, el olor, la grasa, del restaurante, algo que no experimentamos en el film de Garnett.

No me alargo, porque en definitiva este es un hilo dedicado a Visconti. Me permito reiterar, eso sí, mi opinión de que la película del director milanés es claramente superior a la de Garnett.