Contrariamente al caso de “La terra trema”, mi revisión del tercer largo de Visconti, “Bellissima”, ha empañado un poco impresiones pasadas. Lo positivo de la película es que nos muestra a su director afianzándose en el cine italiano y dando prueba de versatilidad, ofreciendo una comedia dramática ambientada en el mundo del cine después de un drama pasional al borde del cine negro y de un gran fresco épico de tintes sociales. Lo negativo para mí es que a la película se le ven un poco las costuras y que, con todo lo bien dirigida que está (ya desde ese principio en gran plano general en el que enseguida vemos a la protagonista pululando por allí con su vestido negro, entrando y saliendo en busca de su hija) no parece muy “viscontiana” comparada tanto con lo que vino antes como con lo que llegaría después, y no resulta difícil imaginarla dirigida por otros cineastas de la época que trataron temas similares, y tal vez con mejores resultados. Visconti no puede, o no quiere, dar el tono picaresco o el retrato grotesco del “show business” al que el argumento se prestaba, y pone toda la película en manos de una intérprete más grande que la vida.
Si te gusta Anna Magnani, te ha de gustar “Bellissima”, pues la personalidad de la actriz es tan arrolladora que incluso soy capaz de imaginarme cambios en el guión original para adaptarse a la intérprete protagonista. Poniéndome en una posición de “abogado del diablo”, Anna Magnani hace de Anna Magnani, en el sentido de que se hace difícil imaginarla incorporando a figuras de otro origen social o que actúen de un modo diferente, y en ese sentido cabe emparentarla con intérpretes característicos de nuestro cine, al estilo de José Luis López Vázquez, a quien casi no se quería hacer salir de su estereotipo de hombrecillo sexualmente frustrado e hiperactivo. En “Bellissima”, Magnani pasa gran parte de la peli quejándose, echando pulsos de carácter a los demás personajes y comentando todo en voz alta al inimitable estilo italiano, y supongo que habrá a quien esto le pueda cansar.
A esto se une otro estereotipo, el de la “madre coraje” que lucha por sus hijos, en este caso una hija a quien quiere introducir en el mundo del cine para sublimar sus propias frustraciones, pero que, irónicamente, no tiene ningún talento demostrable e incluso se podría decir que es un poco “lenta”, hecho del que todos se aperciben menos la aguerrida madre y que la hace presa fácil para diversos engaños. Esta dimensión es una de las que me chirrían un tanto de la película, puesto que Maddalena, el personaje de Magnani, es vista, cuando convenga según la secuencia, como alguien influenciable o como una mujer tremendamente espabilada que ni siquiera parece sorprendida al saber que Annovazzi, el factótum de Cinecittà, gastó el dinero que le pidió con el fin de comprar favores en comprarse una moto Lambretta. Queriendo dar la vuelta al tópico de la seducción al borde del río (en una secuencia de ambientación idéntica a lo que veríamos unos cuantos años después en “Las noches de Cabiria” de Fellini), y presentando a Maddalena como una mujer a quien no se engaña así como así, y que incluso se ríe de su pretendido seductor, se hace desaparecer gran parte del potencial dramático de la historia. Lo mejor de la escena es esa red que astutamente se ve colgada por encima de ambos.
La película no hace grandes alardes de sutileza a la hora de “pulsar botones”, y el mejor ejemplo de esto para mí es el momento en que el equipo de la futura “Ayer, mañana, nunca” se parte de risa viendo la prueba de pantalla de la niña, pero en esas imágenes la niña no hace nada risible ni ridículo, simplemente llora, lo cual me parece bastante mal resuelto en pantalla, pues una niña llorando desconsolada no es algo que produzca risa en especial, a no ser que seas una especie de ogro desalmado. De hecho, se hizo un esfuerzo anterior en dejar claro que la niña no sabe pronunciar bien y que sus movimientos son torpes, pero a la hora de la verdad Visconti prefirió dar un toque de brocha gorda: no solo sus cineastas son demonios con cuernos y rabo, sino que los responsables de la prueba la dejaron llorar así, sin calmarla ni nada.
La tesis del cine como una especie de “opio de los pobres” que los consuela falsamente de su dura realidad pero que en el fondo es una máquina inhumana que explota sus ilusiones viene apoyada por el hecho de que el director dentro de la peli (a quien se suele ver acompañado de un perro que hace un poco pensar en los utilizados como guardianes por el ejército) es Alessandro Blasetti, cineasta de gran éxito en el periodo fascista con títulos como “La corona de hierro”, película de aventuras con ambientación medieval e inscrita en ese “cine de evasión” que los neorrealistas, el argumentista Zavattini a la cabeza, tanto deploraban, y que tenía su prolongación en Hollywood: es significativo que Maddalena y su marido Spartaco puedan ver películas como “Río Rojo”, con John Wayne y Montgomery Clift, porque la pantalla del cine al aire libre es visible desde su patio. Lo pueden ver, pero está fuera de su alcance, está lejano de su auténtica vida.
La idea de que el cine es una máquina que te devora y se aprovecha de ti pero luego te puede escupir viene ejemplificada por el personaje de la montadora Iris, que prepara las proyecciones de las pruebas, y que fue una joven actriz popular hasta que perdió el favor del público y no la volvieron a llamar (aunque a decir verdad, si uno conoce los oficios del cine, terminar en el departamento de montaje no es precisamente un horrible destino, pero la tesis de la película hace necesario ignorar esto y centrarse en la noción de “estrellato” como único triunfo posible). Esta explotación de las ilusiones de la gente humilde es la clave de la decisión final de Maddalena, que encuentro bastante “peliculera” y poco realista: ¿un matrimonio sin dinero, que no se puede permitir pagar la nueva casa que necesita, va a decir que no a hacer de su hija una estrella en un alarde de dignidad?
Tampoco me convence la evolución de la pareja Maddalena-Spartaco, empezando por la aseveración de ella de que su marido la pega, circunstancia muy verosímil en ese contexto histórico y social pero que apenas vemos reflejada en pantalla, con lo que ese precioso plano hacia el final en el que él le quita a ella delicadamente los zapatos, antes de rechazar pegarla como ella le pide como autocastigo, suena a querer poner un énfasis tardío en algo que no se contó como era debido antes (y que tropieza también con lo que dije más arriba: cualquiera se cree a Magnani, que es puro rompe y rasga, como una pasiva y sumisa víctima de maltrato que vive en los mundos de Yupi soñando con el cine y que vive engañada hasta que se le caen las escamas de los ojos; eso, si ya me decís Giulietta Masina dirigida por Fellini, ya hubiese sido otra cosa).
Encuentro curioso, en esa misma escena, cómo Maddalena reconoce por su voz del doblaje, en una película que están proyectando en el cine al aire libre, a un actor de Hollywood, Burt Lancaster, que tendría una notable presencia futura en el cine de Visconti, tanto como el príncipe Fabrizio en “El gatopardo” como en la posterior “Confidencias”. También me llama la atención, en otra conexión con la futura “Las noches de Cabiria”, cómo se hace referencia, como protagonista de la película en proyecto, a Amedeo Nazzari, a quien veríamos en el film de Fellini haciendo más o menos de sí mismo.
Y no faltan referencias musicales: como bien se ve en los títulos de crédito, el propio título “Bellissima” aparece en un coro de “L’elisir d’amore” de Donizetti, que vemos dirigir, supongo, a Franco Ferrara, maestro que colaboró incansablemente con el cine italiano y con compositores como Nino Rota.