Siempre me ha sorprendido un poco la manera en que la filmografía de Visconti cae un poco “en la oscuridad” después de “El gatopardo”. En efecto, después de firmar una de las mejores películas jamás hechas, Luchino tiene dos títulos, “Sandra” y “El extranjero”, que a mucho cinéfilo no necesariamente ignorante ni les suenan, y que no están disponibles en ediciones domésticas al nivel que su realizador suele alcanzar. Supongo que la racha de excelencia no se podía mantener tanto tiempo, pero aun así hizo falta que Visconti inventara el subgénero de la “nazi exploitation” con “La caída de los dioses” para volver al candelero de la controversia.
Y sin embargo, “Vaghe stelle dell’Orsa” (alias “Sandra”), si bien baja el listón de la obra viscontiana, es una película que por varias razones no me disgusta. Es una producción bastante más modesta que lo que había venido antes, pero lo compensa concentrándose más en el tema de la decadencia, retomando un poco la idea de un “huis clos” (una ficción a puerta cerrada, claustrofóbica) al estilo de “Il lavoro”, pero aspirando a una dimensión más trágica que satírica, con uno de los tabúes universales, el incesto, como materia dramática.
Tengo la impresión de que “Sandra” surge un poco de la secuencia de “El gatopardo” en la que Tancredi y Angelica, Delon y Cardinale, vagabundean por estancias deshabitadas de la mansión de los Salina en el curso de sus escarceos amorosos. De ahí a imaginarlos como hermanos que juegan al amor mientras los padres están ausentes media solo un paso, y, como suele ser habitual, a Visconti le gusta introducir la dimensión histórica: hace del padre un judío asesinado en Auschwitz, mientras la madre pierde la razón.
Delon, después de “El gatopardo”, ya volaba completamente solo, de ahí que se recurriera a un reemplazo y que comenzara la carrera de Jean Sorel como “Alain Delon de marca blanca”. Sorel es un actor muy familiar para quien esto escribe, dado que fue un rostro habitual en todo el ciclo del giallo italiano a finales de los 60 y principios de los 70, con títulos como “Una historia perversa” o “Una lagartija con piel de mujer” de Lucio Fulci, “Il dolce corpo di Deborah”, de Romolo Guerrieri, “Una droga llamada Helen” de Umberto Lenzi o “La corta noche de las muñecas de cristal” de Aldo Lado (sin olvidar sus incursiones en el cine español como “Hipnosis” de Eugenio Martín o “Una gota de sangre para morir amando” de Eloy de la Iglesia). Es un actor, aún vivo mientras escribo estas líneas, a la edad de 86 años, que nunca me ha gustado especialmente, considerándolo por lo general un tanto insípido (entrando en la categoría de los intérpretes que, cuando se quiere que actúen con otro registro, se dejan bigote) y por debajo de los proyectos a menudo extravagantes en los que participaba, con lo cual me ha sorprendido su expresividad en “Sandra”, dando a su personaje una fuerza dramática que contrasta con el cierto hieratismo de su partenaire, Cardinale.
El hecho de que Visconti trabajara con un presupuesto menor y que, después de hacer un par de “zooms” a los gatos de Romy Schneider en “Il lavoro”, comenzara aquí a sobreexplotar el recurso, ignoro si por ahorrar tiempo en el rodaje o por adoptar unos modos más “jóvenes”, más a la moda en su momento, da a la película un aire de serie B que casa extrañamente con ese relato de pasiones malsanas y criptas familiares lóbregas muy en la línea de todo el gótico italiano, desde “La máscara del demonio” de Bava a “Los amantes de ultratumba” de Mario Caiano, o las incursiones de Antonio Margheriti, “Danza macabra” o “Los largos cabellos de la muerte”. De ahí que me venga en el acto la manera de “arreglar” la película: quitar a una Cardinale demasiado terrenal para encarnar a una heredera decadente (toda vez que acabábamos de verla en “El gatopardo” como nieta de un tal “Peppe Merda”) y poner a Barbara Steele, que acababa de interpretar un papel en “Ocho y medio” de Fellini y no le hubiese dicho que no a su gran rival, Visconti.
Aunque los zooms y teleobjetivos dan a la puesta en escena ese aspecto tosco que no abandonaría ya el cine de Visconti, la película no carece de virtudes artísticas. No he podido apreciar como es debido la fotografía, dado que he tenido que ver la película en YouTube en resolución inferior a la de un DVD, pero siguen observándose detalles elegantes en la puesta en escena. Recuerdo un plano en el que Sandra aparece oscurecida por un velo mientras vemos en el centro del cuadro la escultura de “Amor y Psique” que simboliza toda la relación ilícita entre los dos hermanos (y que tiene el secretismo como punto común entre el guión del film y el cuento mitológico). También se mantiene el uso de elementos escenográficos, como esas urnas y sepulcros de la antigua Roma que vemos de fondo en el diálogo entre Andrew, el marido de Sandra, y el personaje de Gilardini, que siempre traen a la mente el peso del pasado. Y por supuesto no pueden faltar esos juegos de reflejos que son una constante de su director, en espejos, en paredes brillantes, en agua.
El poema de Leopardi del que se extrae el título de la película, “Le ricordanze”, supone la evocación de una juventud irrecuperable y de una amante perdida a la que llama “Nerina”. Las connotaciones incestuosas de este amor las añade Visconti en su argumento, toda vez que el incesto es una de las características ineludibles de las grandes familias señoriales y casas reales, que a menudo, por motivos de alianzas políticas y económicas, emparejaban en matrimonio a personas con grados de consanguinidad muy cercanos. En ese caso no se trata de un incesto pactado, sino de un amor loco, una fijación del personaje de Gianni desde sus escarceos juveniles, viéndose reflejado en ese estanque subterráneo, toda una metáfora del inconsciente, mientras Sandra huye de esa complacencia subiendo por una escalera de caracol.
Es curiosa, en vista del motivo de los “vicios ocultos” a los que hace referencia un diálogo, la coincidencia de que la acción se desarrolle en la localidad de Volterra, que a su belleza histórica une haber sido el lugar de nacimiento del pintor Daniele da Volterra, famoso en la historia del arte por cumplir el encargo del papa Pío V de cubrir con vestimenta los genitales de las figuras desnudas de “El Juicio Final” de Miguel Ángel, lo que le valió el sobrenombre bufo de “Il Braghettone”. El tema de “tapar las vergüenzas” tiene cierta relevancia en la película, e incide en el tema de la locura de la madre, pero, como siempre, Visconti, salvando unas sugerentes vistas de la espalda de Cardinale después de un baño, hace un poco de “Volterra” y no se recrea en el erotismo femenino tanto como en el masculino de los chicos sin camisa, al contrario de varios usuarios de Internet con mucho tiempo libre, que, con la ayuda de programas como Photoshop, inundan la red de falsos desnudos de la estrella italiana nacida en Túnez, combinando su rostro con los cuerpos de varias modelos innominadas (incluyendo un ejemplo en el que un desastrado Burt Lancaster apunta con su Colt a una Cardinale en “topless”: ¡esa escena no la recuerdo yo en “Los profesionales”!)
Volviendo al tema de la censura eclesiástica, me trae a la mente el diálogo de Gianni en el que afirma que muchas monjas toman el hábito no por fe sino por sublimar pasiones amorosas, de lo cual nos acordamos luego cuando Sandra, antes de acudir al final al homenaje a su padre, se mira al espejo en plan novicia antes de terminar de atarse el “foulard”.
En cuanto a la música, salvando varias canciones “pop” de la época (una de ellas compuesta por Pino Donaggio, que tendría una interesante segunda carrera como autor de partituras fílmicas, sobre todo con Brian de Palma), el acompañamiento se compone de diversas partes de una única pieza pianística, “Preludio, coral y fuga”, del compositor de Lieja César Franck (1822-1890), a la que se dota de un rol dramático en la historia, pues une a su carácter un poco obsesivo el hecho de ser una pieza interpretada en el pasado por la madre de ambos hermanos y que viene a simbolizar un poco su locura, desde el momento en que un pianista la ejecuta al inicio del film en una reunión social a la que asiste Sandra y vemos que su reacción al escucharla es melancólica (más adelante, constataremos que la madre ya es incapaz de tocarla y la vernos aporrear con furia el teclado lo que en jerga de música contemporánea se denomina “clusters”, es decir, racimos de notas golpeadas al azar). La pieza une a la evocación del estilo de Johann Sebastian Bach las técnicas virtuosísticas de autores románticos como Franz Liszt (de hecho, un pasaje es muy similar a una pieza de Liszt, casualmente evocadora de sus años en Italia, titulada “Los juegos de agua en la Villa d’Este”) con lo que en ella confluyen lo riguroso e inevitable del Barroco y la ornamentación decadente del último Romanticismo.
Constatar por último cómo al final el pulso Fellini-Visconti lo terminó ganando el primero: aquel año, el de Rimini salió mejor parado del desafío de suceder a una obra maestra con “Giulietta de los espíritus”, que, si bien tampoco fue un “Ocho y medio”, me da que ha sido tratada mejor por el paso del tiempo.
![]()