13. La ilusión viaja en tranvía (1954)
La ilusión viaja en tranvía recuerda notablemente Subida al cielo, aunque está exenta de su poesía. Si aquella se desarrollaba en forma de road movie a bordo de un autocar de línea a través de parajes montañosos, esta tiene como argumento un accidentado trayecto urbano por Ciudad de México en tranvía.
Es fácil también, a la vista de la comicidad del film, en cierto modo inocente (aunque esto lo matizaré después), popular, ligera, pensar en los films que la Ealing producía por esos mismos año, por ejemplo The Titfield Thunderbolt, de Charles Crichton (en España titulada Los apuros de un pequeño tren), en la que las fuerzas vivas de un pueblecito rural se movilizan para impedir que se retire del servicio un pequeño ferrocarril, al que se quiere substituir por un autocar de línea.
Como otros films de Buñuel, la película se abre con una voz en off de tono documental que nos habla de la multitud de variados acontecimientos que suceden en una gran ciudad como México. Esta vez, a diferencia de Los olvidados, la narración se centrará, sin aparente finalidad de denuncia social (aunque esto también es matizable), en un colectivo, la gente que viaje en tranvía, a modo de anécdota. Para ello la película focaliza la trama en el final de la vida útil del 133, envejecido vehículo que la compañía quiere enviar a desguazar. Pero los operarios que lo manejan (conductor y cobrador): “El Tarrajas” (Fernando Soto, que ya vimos en Don Quintín el amargao) y Juanito (Carlos Navarro), que han conseguido repararlo aunque no sean los mecánicos oficiales, no renuncian a hacer con él un último viaje nocturno.
Así pues, producto de la bebida ingerida durante la fiesta nocturna que se celebra en su barrio, donde participan en una representación alegórica religiosa junto a la hermana del Tarrajas, Lupita (Lilia Prado, la Raquel de Subida al cielo), y a la vista que el vigilante del taller también está en la fiesta, cogen el tranvía. Lo que no esperaban es que su salida se viera complicada por la inesperada petición de servicio de una serie variopinta de ciudadanos. Así han de dar pasaje desde a una pareja de beatas limosneras que van con un cristo a cuestas (el Señor de la Columna) a una serie de vendedores del mercado, entre los que destacan los carniceros, que viajan con los trozos de su mercancía, carcasas, cabezas y entrañas de animales, que cuelgan de las barras del tranvía, pasando por un fantasmagórico individuo de aspecto aristocrático que bautizan con gracejo como “el duque de Otranto” (en lo que parece una referencia a la famosa novela de terror gótico “El castillo de Otranto”, de Horace Walpole). Esa mezcla de carne (como el matadero de El bruto) y religión (en el mismo plano el Cristo y unas cabezas de cerdo) es algo que nos remite inequívocamente a las obsesiones de Buñuel (podría haberlo incluido en L’âge d’or) y que salpimienta la comicidad del film.
Entre una cosa y la otra, no llegan a tiempo de devolver el 133 a cocheras, por lo que se ven obligados a mantenerlo en ruta al día siguiente. Nuevamente se verán asaltados por pasajeros indeseados: desde un grupo de niños procedentes del hospicio que van de excursión a un inspector de la compañía, que no descubre la irregularidad, pasando por el insufrible Papá Pinillos (Agustín Isunza), un exempleado, ya jubilado, y que muestra un celo extremo, una auténtica mosca cojonera.
Buñuel lanza una mirada ácida sobre este personaje, prototipo del funcionario rígido, que si hubiera sido un film español debería haber lucido el bigotito típicamente fascista y el pelo engominado.
A pesar del incordio de Papá Pinillos, y gracias a la ayuda de Lupita, que los ha alcanzado en su recorrido,
y luego de verse envueltos en una revuelta popular contra unos estraperlistas (apunte social, que demuestra que los films de Buñuel eran cualquier cosa menos inocentes),
el Tarrajas y Juanito (que bebe los vientos por Lupita) consiguen devolver el 133 a tiempo, puesto que el infatigable Papá Pinillos ha conseguido convencer al director que inspeccione la cochera. El metomentodo queda en evidencia y los simpáticos operarios de la compañía pueden respirar tranquilos (de paso, Juanito parece haber hecho buenas migas con Lupita). La voz en off cierra la película con un elocuente “Este fue el cuento”.
De cuento, ciertamente, se puede calificar el film, divertido, aunque en mi opinión no llega al nivel de Subida al cielo. Con todo, tiene suficientes elementos como para ser una buena muestra de esa comedia popular que frecuentó Buñuel, beneficiada de unos diálogos chispeantes, parece ser que gracias sobre todo a la presencia de Luis Alcoriza entre los guionista (numerosos, a partir de una historia de Mauricio de la Serna, guionista y director mexicano). Hay frases de irresistible comicidad, como cuando Papá Pinillos sufre un ataque y el Tarrajas dice, creyéndolo muerto, “se nos enfrío”.
A destacar también, casi como un cortometraje aparte dentro del film, la representación alegórica en que vemos a los tres personajes principales encarnando a Dios, al diablo o a Adán y Eva. Impagable el momento en que el ángel caído (el Tarrajas) dispara sobre una paloma que suponemos quiere representar el espíritu santo.
En la próxima entrega, Buñuel, por primera (pero no única) vez, se va a enfrentar a un texto clásico de la envergadura del “Robinson Crusoe” de Daniel Defoe. Película que introduce dos novedades más: es su primer film en inglés y además en color.