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…de amor... "Daroga"... voy a morir de amor... créeme... ¡la amaba tanto!... Y la amo aún, "Daroga", porque de eso me muero, te lo juro... ¡Si supieras qué hermosa estaba cuando me permitió que la besara viva!.. Era la primera vez, "Daroga", la primera vez, oyes, que yo besaba una mujer... Sí, la besé, viva, y estaba hermosa como una muerta... la besé viva... ––Te digo que la besé en la frente... y no retiró su frente de mis labios. ¡Ah!, es una muchacha honrada. En cuanto a que haya muerto, no lo creo... pero con eso ya no tengo nada que hacer... ¡No!, ¡no!, no ha muerto. Y que yo no sepa que alguien le ha tocado un cabello... Es una buena y honrada muchacha…"Pero lo que hubo, escúchame bien, "Deroga", es que como ustedes gritaban como unos condenados, a causa del agua, Cristina se me acercó, con sus grandes bellos ojos azules abiertos y me juró, por su salvación eterna, que consentía en ser mi mujer. Hasta entonces en el fondo de sus ojos, "Daroga", había visto siempre a mi novia muerta; era la primera vez que la veía viva. Me hablaba con sinceridad, me juraba por su salvación eterna. No se mataría...–¡Sí! Me esperaba... me esperaba de pie, rígida, viva, como una verdadera novia que ha comprometido su salvación eterna... Y cuando yo me adelanté, más tímido que una criatura, no me huyó... no, no... permaneció allí... me esperó... y hasta me parece, "Deroga", que adelantó un poco, ¡oh!, muy poco, su frente como una novia viva... Y yo..., sí... ¡yo la besé!... Yo... ¡Yo... yo!.. ¡Y no cayó muerta!.. Permaneció sencillamente a mi lado... después que la hube besado así... en la frente... ¡Oh! "Deroga", ¡qué bueno es besar a alguien! ¡Tú no puedes saber lo que es eso!.. ¡Pero yo!.. ¡yo!.. Mi madre, "Daroga", mi pobre madre, no quiso nunca que yo la besara... Huía, arrojándome el antifaz... ni ninguna mujer, jamás, jamás, jamás consintió en ello... ¡Oh!, entonces, ¿verdad?, ante semejante felicidad lloré. Y caí llorando a sus pies... Y tú también estás llorando, "Daroga"... Y ella también lloraba... lloraba como un ángel... Al contar estas cosas, Erik lloraba y el persa, en efecto, no podía contener sus lágrimas ante aquel hombre enmascarado, que con los hombros sacudidos por los sollozos y las manos oprimidas contra el pecho, ora jadeaba de dolor y ora de enternecimiento. –... ¡Oh!, "Daroga", sentí sus lágrimas correr sobre mi frente. Eran cálidas... eran suaves... Corrían por debajo de mi máscara sus lágrimas e iban a mezclarse con las lágrimas de mis ojos... corrían hasta mis labios... ¡Oh!, sus lágrimas bañando mi cara. Escucha, "Daroga", escucha lo que hice... Me arranqué la careta para no perder una sola de sus lágrimas... Y no huyó... Y no cayó muerta... Permaneció viva llorando sobre mí... Junto conmigo... Lloramos juntos... ¡Oh! Dios, infinitamente bueno, en ese instante me concediste toda la felicidad del mundo. Y Erik se desplomó jadeante en el sillón. El persa se precipitó hacia él, pero lo detuvo con un ademán. –¡Oh!, no voy a morir enseguida, en el acto... pero déjame llorar... AI cabo de un rato el hombre de la máscara dijo: –Escucha, "Daroga", escucha bien esto... Mientras yo estaba a sus pies... oí que Cristina decía: "¡Pobre, desdichado Erik!" ¡Y me tomó las manos!... Entonces, ya no fui, "Daroga", como comprendes, más que un pobre perro a sus pies. Figúrate que yo tenía en la mano un anillo, un anillo de oro, que yo le había dado... que ella había perdido... y yo había encontrado... Una sortija de compromiso, ¡vamos! Se lo deslicé en su pequeña manita y te dije: ¡Toma esto! Toma esto para ti... y para él... Este es mi regalo de bodas... el regalo del pobre desgraciado Erik... Sé que lo amas a ese joven... ¡No llores más!.. Me preguntó con voz suave qué quería decir. Entonces le hice comprender, y enseguida comprendió, que yo no era para ella más que un pobre perro, dispuesto a morir... y que ella, ella podía casarse con el joven cuando quisiera, porque había llorado junto conmigo. ¡Oh!, créeme, "Daroga", cuando le decía esas cosas, era como si me arrancara el corazón, pero había llorado conmigo... y había dicho: "¡Pobre desdichado Erik!" La emoción de Erik era tal que tuvo que advertirle al persa que no lo mirara, porque se ahogaba y se veía en la necesidad de quitarse la máscara. El "Daroga" se dirigió a la ventana y la abrió, con el corazón oprimido por la piedad, pero teniendo cuidado de fijar la vista en las cimas de los árboles del jardín de las Tullerías, para no ver la cara del monstruo. Después fui –prosiguió Erik –a poner en libertad al joven y le dije que me acompañara hasta donde estaba Cristina... Se abrazaron delante de mí en el cuarto Luis Felipe... Cristina tenía puesto mi anillo... Le hice jurar a Cristina que cuando yo muriese vendría una noche, pasando por el lago de la calle Scribe, a hacerme enterrar en gran secreto con el anillo de oro que ella usaría hasta aquel momento... le dije cómo encontraría mi cuerpo y lo que habría que hacer... Entonces Cristina me besó, por primera vez a mí, en la frente, aquí... (no me mires, "Daroga", en la frente, en mi frente, sí aquí (no me mires, "Daroga"), y los dos se marcharon... Cristina ya no lloraba... el único que lloraba era yo, "Daroga", "Daroga"... Si Cristina cumple su juramento, pronto volverá…
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Esa es también mi víctima ––exclamó––; con su muerte consumo mis crímenes. El horrible drama de mi existencia llega a su fin. ¡Frankenstein!, ¡hombre generoso y abnegado!, ¿de qué sirve que ahora implore tu perdón? A ti, a quien destruí despiadadamente, arrebatándote todo lo que amabas. ¡Está frío!; no puede contestarme.
Su voz se ahogaba; y mis primeros impulsos, que me inducían a la obligación de cumplir el último deseo de mi amigo, y destrozar a aquel ser, se vieron frenados por una mezcla de curiosidad y compasión.
Me acerqué a esta extraña criatura; no me atrevía a mirarlo, pues había algo demasiado pavoroso e inhumano en su fealdad. Traté de hablar, pero las palabras se me quedaron en los labios. El monstruo seguía profiriendo exaltadas y confusas recriminaciones.
Por fin logré dominarme y, aprovechando una pausa en su agitado monólogo, dije:
––Tu arrepentimiento es ya superfluo. Si hubieras escuchado la voz, de la conciencia, y atendido a los dardos del remordimiento, antes de llevar tu diabólica sed de venganza hasta este extremo, Frankenstein seguiría vivo.
––¿Imagina me, respondió la infernal criatura––que era insensible al dolor y al remordimiento? El––continuó, señalando el cadáver—, él no ha sufrido nada con la consumación del hecho; no ha sufrido ni la milésima parte de angustia que yo durante el distendido proceso. Me impulsaba un terrible egoísmo, a la par que el remordimiento me torturaba el corazón. ¿Piensa que los estertores de Clerval eran música para mí? Tenía el corazón sensible al amor y la ternura; y cuando mis desgracias me empujaron hacia el odio y la maldad, no soporté la violencia del cambio sin sufrir lo que usted jamás podrá imaginar.
»Tras la muerte de Clerval regresé a Suiza con elncorazón destrozado. Sentía compasión por Frankenstein,y mi piedad se fue tornando en horror, hasta tal punto que me aborrecía a mí mismo. Pero al descubrir que él, el autor de mi existencia a la vez que de mis atroces desdichas, se atrevía a esperar la felicidad; que, mientras por su culpa se acumulaban sobre
mí tormentos y aflicciones, él buscaba la satisfacción de sus sentimientos y pasiones, satisfacción que a mí me estaba vedada, una envidia incontrolable y una punzante indignación me atenazaron con la insaciable sed de la venganza. Recordé mi amenaza y decidí llevarla a cabo. Sabía que yo mismo me estaba preparando una terrible tortura; pero me encontraba esclavo, no dueño, de un impulso que detestaba, pero no podía desobedecer. Mas cuando ella murió, no experimenté ningún pesar. En lo inmenso de mi desesperación, había conseguido desechar todos mis sentimientos y ahogar todos mis escrúpulos. A partir de ahí, el mal se convirtió para mí en el bien. Llegado a este punto ya no tenía elección; adapté mi naturaleza al estado que había escogido voluntariamente. El cumplimiento de mi diabólico proyecto se convirtió en una pasión dominante. Y ahora se ha terminado, ¡ahí yace mi última víctima!
Al principio la narración de sus sufrimientos me conmovió, pero cuando recordé lo que Frankenstein me había dicho respecto de su elocuencia y poder de persuasión, y vi ante mí el cuerpo inanimado de mi amigo, sentí cómo revivía en mí la indignación.
¡Miserable! ––grité––, ¿ahora vienes a lamentartede la desolación que has creado? Lanzas una antorcha encendida en medio de los edificios y, cuando han ardido, te sientas a llorar entre las ruinas. ¡Engendro hipócrita!, si aún viviera éste a quien lloras, volvería a ser el objeto de tu maldita venganza. ¡No es pena lo que sientes!; sólo gimes porque la víctima de tu maldad escapó ya a tu poder.
––No; no es así ––me interrumpió el engendro—.Aunque esa debe ser la impresión que le causan mis actos. No intento despertar su simpatía ; jamás encontraré comprensión. Cuando primero traté de hallarla, quise compartir el amor por la virtud, el sentimiento de felicidad y ternura que me llenaba el corazón. Pero ahora que esa virtud es tan sólo un recuerdo, y la felicidad y ternura se han convertido en amarga y odiosa desesperación, ¿dónde debo buscar comprensión? Me avengo a sufrir en soledad, mientras duren mis desgracias; y acepto que, cuando muera, el odio y el oprobio acompañen mi recuerdo. Tiempo atrás mi imaginación se colmaba de sueños de virtud, fama y placer. Antaño esperé ingenuamente encontrarme con seres que, obviando mi aspecto externo, me quisieran por las excelentes cualidades que llevaba dentro de mí. Me nutría de elevados pensamientos de honor y devoción. Pero ahora la maldad me ha degradado, y soy peor que las más despreciables alimañas. No hay crimen, maldad, perversidad, comparables a los míos. Cuando repaso la horrenda sucesión de mis crímenes, no puedo creer que soy el mismo cuyos pensamientos estaban antes llenos de imágenes sublimes y trascendentales, que hablaban de la hermosura y la magnificencia del bien. Pero es así; el ángel caído se convierte en pérfido demonio. Pero incluso ese enemigo de Dios y de los hombres tenía amigos y compañeros en su desolación; yo estoy completamente solo.
»Usted, que llama a Frankenstein su amigo, parece tener conocimiento de mis crímenes y sus desventuras. Pero, por muchos detalles que de ellos le diera, no pudo contarle las horas y meses de miseria que he soportado, consumiéndome bajo pasiones impotentes. Pues, aunque destruía sus esperanzas, no por ello satisfacía mis propios deseos, que seguían ardientes e insatisfechos. Seguía necesitando amor y compañía y continuaban rechazándome. ¿No era esto injusto? ¿Soy yo el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia usted a Félix, que arrojó de su casa, asqueado, a su amigo? ¿Por qué no maldice al campesino que intentó matar a quien acababa de salvar a su hija? Pero estos son seres virtuosos y puros. Yo, el infeliz, el proscrito, soy el aborto, creado para que lo pateen, lo golpeen, lo rechacen. Incluso ahora me arde la sangre bajo el recuerdo de esta injusticia.
»Pero es cierto que soy despreciable. He asesinado lo hermoso y lo indefenso; he estrangulado a inocentes mientras dormían, y he oprimido con mis manos la garganta de alguien que jamás me había dañado, ni a mí ni a ningún otro ser. He llevado a la desgracia a mi creador, ejemplo escogido de todo cuanto hay digno de amor y admiración entre los hombres; lo he perseguido hasta convertirlo en esta ruina. Ahí yace, pálido y entumecido por la muerte. Usted me odia; pero su repulsión no puede igualar la que yo siento por mí mismo. Contemplo las manos con las que he llevado esto a cabo; pienso en el corazón que concibió su ruina, y ansío que llegue el momento en que pueda mirarme a mí mismo, y mis remordimientos no torturen más mi corazón.
»No tema, no volveré a cometer más crímenes. Mi tarea casi ha concluido. No se necesita su muerte ni la de ningún otro hombre para consumar el drama de mi vida, y cumplir aquello que debe cumplirse; sólo se requiere la mía. No piense que tardaré en llevar a cabo el sacrificio. Me alejaré de su bajel en la balsa que me trajo hasta é1 y buscaré el punto más alejado y septentrional del hemisferio; haré una pira funeraria, donde reduciré a cenizas este cuerpo miserable, para que mis restos no le sugieran a algún curioso y desgraciado infeliz la idea de crear un ser semejante a mí. Moriré. Dejaré de padecer la angustia que ahora me consume, y de ser la presa de sentimientos insatisfechos e insaciables. Ha muerto aquel que me creó; y, cuando yo deje de existir, el recuerdo de ambos desaparecerá pronto. Jamás volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni a sentir el viento acariciarme las mejillas. Desaparecerán la luz, las sensaciones, los sentimientos; y entonces encontraré la felicidad. Hace algunos años, cuando por primera vez se abrieron ante mí las imágenes que este mundo ofrece, cuando notaba la alegre calidez, del verano, y oía el murmullo de las hojas y el trinar de los pájaros, cosas que lo fueron todo para mí, hubiera llorado de pensar en morir; ahora es mi único consuelo. Infectado por mis crímenes, y destrozado por el remordimiento, ¿dónde sino en la muerte puedo hallar reposo?
»¡Adiós! Lo abandono. Usted será el último hombre que vean mis ojos. ¡Adiós, Frankenstein! Si aún estuvieras vivo, y mantuvieras el deseo de satisfacer en mí tu venganza, mejor la satisfarías dejándome vivir que dándome muerte. Pero no fue así; buscaste mi aniquilación para que no pudiera cometer más atrocidades; mas si, de forma desconocida para mí, aún no has dejado del todo de pensar y de sentir, sabe que para aumentar mi desgracia no debieras desear mi muerte. Destrozado como te hallabas, mis sufrimientos eran superiores a los tuyos, pues el zarpazo del remordimiento no dejará de hurgar en mis heridas hasta que la muerte las cierre para siempre.
»Pero pronto exclamó, con solemne y triste entusiasmo––moriré, y lo que ahora siento ya no durará mucho. Pronto cesará este fuego abrasador. Subiré triunfante a mi pira funeraria, y exultaré de júbilo en la agonía de las llamas. Se apagará el reflejo del fuego, y el viento esparcirá mis cenizas por el mar. Mi espíritu descansará en paz; o, si es que puede seguir pensando, no lo hará de esta manera. Adiós.