Me decido a retomar este hilo después de ver por enésima vez en el foro que las menciones del cine nipón se reducen casi exclusivamente a Kurosawa (y, en menor medida, Ozu y Mizoguchi), por lo que me propongo dedicar una pequeña serie de entradas a reivindicar a unos cuantos cineastas del país del Sol Naciente cuya obra desearía conocer mejor en base a los (pocos) títulos que conozco de ellos.
Para iniciar la serie, quiero referirme a Kihachi Okamoto, conocido principalmente por rodar “La batalla de Okinawa”, tal vez la película más célebre del cine japonés sobre la II Guerra Mundial. De un
ya algo lejano miniciclo filmotequero recuerdo con cariño “El León Rojo”, un chambara en el que Toshiro Mifune suplantaba a un guerrero samurái en tiempos turbulentos, y sobre todo “El paso del Gran Buda” (conocida en inglés como “The sword of doom”), también de época y katanas pero con la diferencia de que el protagonista, encarnado por el gran Tatsuya Nakadai, es un villano sin paliativos a quien seguimos en una carrera ascendente de maldades que llama mucho la atención cuando uno está acostumbrado de por vida al cine de aventuras de Hollywood, cuyos “antihéroes” son siempre en el fondo muy buenas personas. Recuerdo viendo esta película cómo me di cuenta de que el suntuoso uso del espacio que tanto me llamaba la atención en las puestas en escena de Kurosawa no era ni mucho menos exclusivo del maestro sino que formaba parte del ADN estilístico del séptimo arte nipón allá por los 60.
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También recuerdo con agrado, y me gustaría revisar, “La bala humana”, una curiosísima cinta que podría ser definida como una sátira antibélica de humor tirando a absurdo y que formó parte de las películas arriesgadas y experimentales que nombres consagrados del cine japonés de entonces rodaron con la productora ATG, que se distinguían entre otros rasgos por estar rodadas en el llamado “formato de la academia” (1: 1,33) cuando por aquel entonces el scope era el estándar de la industria. La libertad ofrecida por ATG fue aprovechada, entre otros, por Masahiro Shinoda en “Doble suicidio”, que es un jidai geki casi bergmaniano en el que los seres humanos son vistos como marionetas tradicionales del bunraku mucho antes de “Dolls” de Takeshi Kitano, o por Nagisa Oshima en películas como “Murió después de la guerra”, reflexión artística, social y personal con aroma underground que para mí se adelanta en muchos años a cosas que luego hicieron Lynch o Haneke.
Volviendo a Okamoto, también es bastante conocida “Zatoichi contra Yojimbo”, con Mifune como invitado de lujo en la saga sobre el espadachín ciego incorporado por Shintaro Katsu, y que salía bastante airosa del desafío de no dar más protagonismo a una de las dos estrellas que a la otra, lo que resultaba en una peli de dos horas, larga para lo que es la saga, pero con un ritmo bastante conseguido.
Luego, no es raro, mirando por encima el resto de la filmografía de Okamoto, ver títulos de descripción sumamente pintoresca, como “Jazz Daimyo”, que mezcla katanas y clarinetes de swing, “Dainamaito don don”, que narra el enfrentamiento de dos clanes yakuza en el campo de béisbol, o “Buru Kurisumasu” (es decir, “Blue Christmas”), en la que humanos cuya sangre se vuelve azul tras avistar ovnis son internados en campos de concentración. Ya sabemos que, en Japón, no es raro que cineastas que han rodado verdaderos clásicos se embarquen en verdaderas frikadas, y Okamoto no parece ser la excepción.




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