Instinto básico (Basic Instinct), de 1992.



Retomo el comentario de la obra de Verhoeven allá donde lo dejamos. En esta ocasión, Verhoeven rueda su primer thriller hollywoodiense partiendo de un guion de Joe Eszterhas por el cual en su día se pagó una cifra récord. ¿Había para tanto? Ya empiezo diciendo que no, para nada. El guion es más bien tramposo, lleno de soluciones fáciles, reiterativas y en ocasiones ramplonas. ¿Quiere decir que el film no tenga interés? Tampoco, sin ser ni de largo el mejor film americano de Verhoeven (aunque supongo que sí el más taquillero y popular), no deja de tener notables virtudes: empezando por la banda sonora de Jerry Goldsmith (que en algunos momentos me recuerda la que el mismo compositor creó para L.A.Confidential), que ya se nos introduce en la elegante secuencia de créditos sobre un fondo de aspecto cubista.



Siguiendo por la excelente fotografía de Jan de Bont, habitual del cine de Verhoeven: De Bont capta esa luz típica de San Francisco que tan bien reflejó Robert Burks en la hitchcockiana Vertigo (film de referencia para Instinto básico). Y acabando por la presencia inolvidable, icónica como pocas, de Sharon Stone. La Stone de pelo recogido a lo garçon, traje chaqueta blanco minifaldero y ausencia de ropa interior ya forma parte de la antología de cualquier cinéfilo (y de erotómanos de buena ley).



En el lado de los defectos podemos acumular también algunos aspectos: Verhoeven, cuya tendencia al trazo grueso ya hemos ido viendo en sus anteriores films, cae a menudo en la desmesura, la chabacanería y la horterada pura y dura. Solo con la aparición de Nick Curran (Michael Douglas) de esta guisa en una discoteca, ya queda todo dicho:



Precisamente esta secuencia discotequera marca el inicio de la relación física entre la seductora y peligrosa Catherine Tramell (una reformulación de la típica femme fatale del cine negro) y el rijoso detective Nick Curran, acercamiento que provoca el despecho de la amante de Catherine, Roxy, con consecuencias fatales.



Ese contacto, que precede a la famosa (y un punto ridícula) secuencia de “the Fuck of the Century”, nos anuncia ya el exceso hortera y de mal gusto de Showgirls (allí más justificado que en este film, aunque quizá uno y otro film respondan a la visión que Verhoeven tenga de la cultura norteamericana), reflejado también en las mansiones de Catherine o en ese ambiente de machitos que preside todas las actuaciones de los policías, incluido un fiscal notoriamente ridículo.

Este estilo de brocha gorda, grosero y ordinario, tiene otro punto culminante, el más famoso del film: el célebre interrogatorio a la Tramell en la comisaria (que, por cierto, se reproducirá después teniendo a Nick como sujeto a interrogar), aquel en que cruza sus piernas ante un auditorio exclusivamente masculino para mostrar claramente que no lleva bragas, ante las miradas lascivas y sorprendidas y los rostros sudorosos de sus interrogadores, y en el que declara “no tengo nada que esconder”.



En esta secuencia se acentúa hasta el paroxismo la composición visual del film: toda la película se articula a partir de las miradas entre los personajes (se repiten ad nauseam los planos de los policías, especialmente Nick y Gus, intercambiándose miraditas de complicidad ante los encantos de Catherine; o la de ella en modo “mira que irresistiblemente seductora e inteligente que soy”) o de la mirada que el director nos obliga a proyectar sobre los cuerpos que aparecen en pantalla, en un ejercicio de voyerismo que bebe directamente de Hitchcock, aunque sin demasiada sutileza. La película ya empieza con la visión de unos cuerpos desnudos en la cama, follando, reflejados en un espejo situado en el techo. Esa secuencia inicial, la del crimen que provoca el arranque del film, nos plantea una de las muchas trampas de la película: ¿quién es la asesina? ¿Tramell o Beth, con peluca? Nunca llegamos a ver su rostro con claridad, de manera que esa duda, si se quiere, puede continuar subsistiendo incluso una vez acabado el film, a pesar de lo demostrativo que quiere ser el plano con el que Verhoeven cierra la película, una vez más exageradamente enfático.

Por otra parte, el juego de la rubia (Catherine) y la morena (Beth, Jeanne Tripplehorn), nos remite también claramente a Hitchcock (Marnie, Vertigo), con el añadido para la ocasión de una tercera en discordia, Roxy (Leilani Sarelle), que nos aporta además el elemento lésbico que acaba de salpimentar la personalidad de la perturbadora Catherine: escritora superinteligente, dominante, abierta a todo tipo de sexo, que se lleva a la cama a boxeadores, estrellas del rock, policías o asesinas para follar (no por amor) y conseguir adicionalmente material para sus novelas.

Verhoeven nos ofrece otros momentos de tensión sexual, como la tórrida relación entre Nick y Beth en el apartamento de esta, una relación violenta, casi al borde de la violación (aunque de la cual participa de manera claramente voluntaria Beth, personaje lleno de sombras que alimentan intencionadamente la confusión argumental), ante un enorme ventanal que nos muestra a los vecinos del edificio de enfrente, un marco que remite de nuevo a Hitchcock, el de La ventana indiscreta, como también después cuando Nick observa cómo se desnuda Catherine desde la distancia, escondido por la noche ante su mansión junto al mar.



No solo en esos ejercicios de voyerismo encontramos referencias a Hitchcock. También en el asesinato de Gus (George Dzundza), el policía amigo de Nick, una secuencia que se inspira claramente en la de la ducha de Psicosis (y también nos recuerda el Vestida para matar de De Palma). O en un diálogo cara a cara entre Nick y Catherine, con los rostros rozándose, casi al borde del beso, que me recuerda la célebre secuencia en la terraza de Encadenados entre Cary Grant e Ingrid Bergman.

Verhoeven fuerza en demasía algunas de las trampas de guion, supongo que responsabilidad de Eszterhas: el gesto de Catherine de abalanzarse sobre Nick durante sus sesiones de cama, que imita el movimiento de la asesina del inicio, se repite varias veces, con lo cual el efecto acaba siendo reiterativo, cansino y, sinceramente, ridículo. Tampoco resultan demasiado verosímiles todas las “coincidencias” que construyen la trama sobre la culpabilidad (o no) de Beth en beneficio de Catherine. Ni tampoco es convincente la transformación de Catherine tras la muerte de Roxy, ese momento de debilidad que la lleva a pedir a Nick que “le haga el amor”… ¿o es una muestra más de la astucia, de la capacidad de manipular, de engañar en beneficio propio, de la pérfida Tramell?

En fin, Verhoeven ofrece una de sus obras menos interesantes en cuanto al contenido, aunque, eso sí, con suficiente dosis de mala baba visual y de atrevimiento como para escandalizar a las plateas (y a los grupos de gais y lesbianas y de feministas). Con todo, a mí es un film que me gusta revisar de vez en cuando, porque a pesar de verle la trampa y el cartón desde el minuto uno lo disfruto como un guilty pleasure… ¿tendrá algo que ver la presencia de Sharon Stone? Sharon y San Francisco, para mí, son una combinación invencible.

Apunto algunas curiosidades: la breve aparición de la veteranísima Dorothy Malone, como otra de las asesinas con las que gusta relacionarse Catherine; o el papel de investigador de Asuntos Internos que interpreta el popular Mitch Pileggi, el director adjunto Skinner en Expediente X.