Aquí te dejo un pequeño artículo de hace varios años, por lo que no entran cosas muy recientes. No obstante, no están todos los que son, advierto... (y también advierto que vienen spoilers):
LOS OTROS VIAJES
«¿A qué lugar vas a viajar estas vacaciones?», me preguntó hace unos días un amigo interesándose un tanto por mi salud, tras unos meses de febril actividad laboral. No recuerdo la respuesta que le di, pero por mi mente pasó una idea algo loca. Me planteé que en un futuro lejano dicha pregunta podría formularse —con el permiso de Einstein— de otra forma: «¿A qué año vas a viajar estas vacaciones?» El devenir del tiempo permitirá ver si es posible aproximarse a la velocidad de la luz y poder desplazarse a lo largo del mismo, sin distorsiones espaciales. Pero bueno, no especulemos sobre ciencia pura. La verdad es que la preguntita de marras me dio pie para hablar de los viajes transtemporales en la historia del cine.
Muchos son los novelistas que han legado relatos y novelas apoyados en dicha tesitura. La más famosa de todas: La máquina del tiempo, del sempiterno H.G.Wells. Pero hay de todo un poco. Fuera de la ciencia ficción, existen relatos sorprendentes, con la magia como tapadera, como Un yanqui en la corte del rey Arturo, de Mark Twain. Incluso hay un relato de Fredric Brown —pero un relato de verdad— de menos de quince renglones, en el que alguien toca el botón de una máquina del tiempo a la mitad del breve texto convirtiendo a éste en un palíndromo.
Dejando constancia de que el tema ha sido enfocado de variadas formas, y múltiples variantes, como las adaptaciones, sin fantasía científica, de la citada novela de Twain —cuatro versiones que van desde 1920 hasta 1989; la de 1949, con Bing Crosby, la más famosa—; la oscura metafísica existencialista de Viaje alucinante al fondo de la mente (1980), de Ken Russell; o la metafísica deísta y humorística de Los héroes del tiempo (1981), de Terry Gilliam, con unos enanos, rebeldes servidores de Dios, que huían a través del tiempo ayudados por un mapa del universo, con sus agujeros negros incluidos; y otros títulos menos trascendentes. Ya en el periodo mudo tenemos muestras de este tipo de cine: The Fugitive Futurist (1924), de Gaston Quiribet, aunque al final no existía experimento, ya que todo se trataba de una falacia del demente personaje central. Así que será con la obra de George Pal del año 60, El tiempo en sus manos, con la que se pondrán de moda los viajes en el tiempo. En este caso adaptando la opera prima de H. G. Wells, llena de deliciosos efectos especiales, con un dominio exacerbado de la stop-motion. De esta forma, estos singulares viajes llegaron a proliferar, incluso en las cintas de serie B de los cincuenta, como The Undead (1956), de Roger Corman. Mención especial merecen los posteriores títulos Te amo, te amo (1968), de Alain Resnais y Los pasajeros del tiempo (1979), de Nicholas Meyer. La primera con las características pinceladas surrealistas del realizador francés; la segunda se trataba de una curiosa trascripción de la obra y la vida del citado Wells en un argumento lleno de imaginación: Jack el Destripador escapa de 1888 gracias a la máquina del propio Wells, y éste viaja al futuro en su busca, intentando evitar que contamine Utopía —el futuro limpio y contemplativo de las visiones del escritor—.
A veces, como alternativa a tan sigular máquina, el viaje se conseguía desplazándose a velocidades excesivas —de nuevo Einstein—: El planeta de los simios (1968), de F. J. Schaffner, en la que Charlton Heston se arrodillaba en el desenlace al descubrir la estatua de la libertad tirada en la playa, averiguando asimismo que el planeta de los monos no era otro que la Tierra; que su viaje no había sido en el espacio, sino en el tiempo. A esta ejemplar cinta le siguieron cuatro más, incluso una serie de televisión, pero ninguna la superó. También película de culto es Terminator (1984), de James Cameron, que llegaría a conocer una segunda parte siete años después, más exuberante a nivel de efectos, pero menos interesante en lo argumental. En la cinta de Cameron se plantea la famosa paradoja de los viajes en el tiempo: en el futuro, el cabecilla de la resistencia humana contra la tiranía de las máquinas, manda a al pasado a su hombre de confianza para que proteja a su madre antes de él haber sido engendrado, para evitar que un ciborg la aniquile; sin embargo, será este héroe del futuro el que dejará embarazada a la chica, convirtiéndose en el padre de su jefe (!). No todos los aficionados a la ciencia ficción saben que en 1966 se rodó una película que antecedía al proyecto de Cameron: Cyborg 2087, de Franklin Adreon; incluso algunos detalles ya se esbozaban en la curiosa Traspasando la barrera del tiempo (1960), del interesante Edgar G. Ulmer.
En El final de la cuenta atrás (1980), de Don Taylor, era un moderno portaaviones el que desaparecía en el Pacífico bajo el efecto de una extraña tormenta, para aparecer en Pearl Harbor en 1941. En estas películas se planteaba la posibilidad de poder alterar la historia. Algo parecido sucedía en La resurrección de Frankenstein (1990), de Roger Corman, en la que los efectos de una tormenta desatada por una ciencia no calculada, mandaban al protagonista desde el siglo XXI hasta la época en que Mary Shelley escribió su famosa novela. Siguiendo la estela del filme de Taylor, en 1984 llegó El experimento Filadelfia, de Stewart Raffill, con el morbo añadido de que incluso se comentaba a nivel popular que la odisea del argumento estaba inspirada en sucesos reales protagonizados por la marina yanqui (!). Pero quizá la mayor popularidad dentro de esta temática, la disfrutaran la película Regreso al futuro (1985) y sus dos continuaciones; productos de la factoría Spielberg, con el hábil Robert Zemeckis en la puesta en escena. Esta divertida serie jugaba de forma descabellada con las situaciones, en la mejor línea de la comedia americana, y las paradojas se sucedían a ritmo vertiginoso, creando enredos y suspense. Prosiguiendo esta formula familiar, pero sin soporte de ciencia ficción, Atrapado en el tiempo (1993), de Harold Ramis, suponía una variante curiosa. Sin saber por qué, el bueno de Bill Murray se veía viviendo el mismo día una y otra vez, en un bucle sin fin, sin que los demás sintiesen tan anómalo efecto. El enredo surgía ante su deseo de seducir a su partenaire; pero el mensaje era claro: un solo día no basta para enamorar a una mujer, por más que vayamos conociendo sus puntos débiles.
Los últimos años, no obstante, el cine ha devuelto algo de seriedad al tema. Con Doce monos (1995), Terry Gilliam retornaba al tema inmerso ahora en un producto de ciencia ficción pura, para hacer viajar a Bruce Willis desde un futuro caótico y contaminado, hasta el pasado, con la intención de poner remedio a la situación. Al final, se suscita de nuevo la paradoja, con ese niño que se ve a sí mismo mientras es asesinado en estado adulto. La cinta era un remake de La Jetée, un curioso corto de Chris Marker del año 1962. Esfera (1997), de Barry Levison, es una discreta y oscura adaptación de la ejemplar novela de Michael Crichton, con el viaje propiciado por un agujero negro, y resuelve, mejor que ninguna, la famosa paradoja del viaje en el tiempo, con un desenlace asombroso por su meridiana sencillez.
Uno, sin embargo, constata que nunca el tema gozó de tanta popularidad como en la época en que Televisión Española —años sesenta— emitía la famosa serie El túnel del tiempo, con la característica galería en espiral que tragaba a los dos protagonistas lanzándolos a la aventura transtemporal. Era la época de innumerables series antológicas coincidentes con mi infancia —Viaje al fondo del mar, Perdidos en el espacio, Tierra de gigantes...—, enterradas en el pasado y olvidadas por los programadores televisivos de hoy; por tanto difíciles de repescar. Pero todo tiene solución: quizá viajando en el tiempo...