Matrimonio de conveniencia (Green Card, 1990)
Si en el caso de El club de los poetas muertos califiqué la película de Weir de “irritante”, en esta ocasión, como ya avancé, creo sencillamente que se trata de un film fallido, incluso malo. Me explico: se trata de una comedia romántica dirigida por un director que muestra poca habilidad para ese género, difícil y temible a la vez. Si repasamos la obra del australiano, detectaremos que hay pocas relaciones amorosas en su filmografía, predominando más las amistades varoniles intensas (con Gallipoli y Master & Commander como muestras más claras) que no los romances heterosexuales, reducidos al fogoso encuentro entre Mel Gibson y Sigourney Weaver en El año que vivimos peligrosamente o el “platonismo” de Harrison Ford y Kelly McGillis en Único Testigo (el de Jim Carrey y Natascha McElhone en El show de Truman es más virtual que otra cosa).
Al igual de lo que hemos comentado en el hilo dedicado a Hitchcock en relación con Valses de Viena, una comedia romántica tan justita en su propuesta argumental (el guion es del propio Weir) hubiera necesitado de un director más hábil en el género y una pareja protagonista que funcionara en pantalla para remontar el vuelo. Pero, a diferencia de lo que apuntó tomaszapa, no veo la química entre Gérard Depardieu y Andie MacDowell por ningún sitio (cierto es que la química no se me daba muy bien, y en todo caso mejor la inorgánica que la orgánica). Depardieu es un actor que nunca me ha gustado, aunque reconozco que ha hecho algunos buenos films. Aquí encarna a uno de sus tipos habituales: una especie de “buen salvaje”, un chico que parece salido de los barrios bajos, improbable compositor de música de ballet. Mientras, MacDowell es una pija, mema e insoportable (su repertorios de expresiones bobas es inagotable), una hipócrita que sueña con encerrarse en su capullo de seda mientras va haciendo “buenas obras” en los barrios pobres a base de plantar arbolitos. El contraste entre ambos se pretende que sea el motor de la historia, pero hay que creérselo y yo no me lo trago ya desde el principio.
El planteamiento es muy “verde” (y no en el sentido sexual, desgraciadamente): Georges (Depardieu) necesita el permiso de residencia (la “green card”) para seguir en Estados Unidos, aunque nada sabemos del porqué ha emigrado a América ni de qué quiere conseguir exactamente. Por su parte, Brontë (MacDowell, que lleva el nombre de las célebres escritoras porque su padre también lo era… detalle que roza lo ridículo) suspira por poder alquilar un piso con invernadero (una “greenhouse”).
Para conseguirlo al parecer ha de estar casada, lo que lleva a ese matrimonio de conveniencia del título en castellano: ella consigue el piso y él, como marido de una norteamericana, el permiso de residencia.
Una vez casados, momento que Weir despacha en una breve secuencia, cada uno sigue su vida por separado, como si no fueran conscientes de que la Oficina de Inmigración investigará el caso. Cuando los funcionarios se pongan a trabajar, el montaje se derrumbará como un castillo de naipes.
Rápidamente, Georges ha de hacer acto de presencia en el piso de Brontë para atender a los funcionarios.
En medio de la trascendental entrevista, la tontaina de Brontë pierde el tiempo con una llamada telefónica de su novio, Phil (que no sabe nada del apaño), provocando que Georges meta la pata, o sea que ella se comporta del modo más normal del mundo en un caso así. La conclusión será que Georges tendrá que convivir con ella para aprender sus costumbres y poder superar un examen final.
La aparición de una amiga, Lauren (una Bebe Neuwirth que se “come” a la MacDowell desde el primer momento, actriz que recordaremos como la Lilith de la serie Frasier), proporciona los mejores momentos del film.
Poco a poco asistimos a la reconstrucción de un pasado por parte de la falsa pareja, incluidas fotos manipuladas o cartas escritas exprofeso.
Se supone que el roce hace el cariño, y que de ahí surge el enamoramiento de Georges (que pondrá de patitas en la calle a Phil… sin gran resistencia por parte de este, personaje descafeinado donde los haya).
Pero el gran día llega y Georges comete un error imperdonable en el examen final: confundir el nombre de un cosmético de Brontë. ¡Por favor, un poquito de imaginación! Si a mí me preguntan por la marca de los cosméticos de mi mujer después de casi 20 años de vivir bajo un mismo techo no creo que acertara ni una. O sea que Georges será extraditado y se supone que Brontë perderá el piso y el matrimonio se anulará (y no sé si tendrá más consecuencias legales). Pero resulta que a la insensible y egocéntrica Brontë el salvaje franchute también le ha hecho tilín, vaya usted a saber por qué, y nos brindan una sonrojante despedida amorosa, un final bochornoso.
¿Todo es malo en el film? No, Weir tiene el suficiente oficio como para dar muestras de su estilo en determinadas opciones de puesta de escena (los encuadres, el juego con los cristales, el cruce de miradas, el movimiento circular cuando falsean las fotos, etc.), pero todo ello muy poco como para compensar el resto. Hay quien apunta (es el caso de Zubiaur) que estamos ante una variante romántica de su telefilm The Plumber, y algo hay de ello, sobre todo en el dibujo del personaje de Brontë y el contraste que representa Georges, pero la intención y el resultado es completamente distinto.
En fin, sorprendentemente Weir, después de superar el siempre difícil encaje en la cinematografía hollywoodiense procedente de un país extranjero con un film magnífico como Único testigo y otro muy interesante a pesar de su poco éxito comercial como fue La Costa de los Mosquitos, parecía haber caído en un bache profundo, primero con El club de los poetas muertos (aunque reconozco que mi opinión en ese terreno es minoritaria: 8,1 en imdb) y después con esta decepcionante Green Card. Tampoco la próxima, Fearless, le hará remontar muchos enteros, pero en todo caso es un film muy por encima de esta insulsa comedia romántica.




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