CONDENA
Vincent Barrow sabía bien cuál sería su destino. Se hallaba encerrado en aquella celda de cristal, aislado del resto, esperando que el ejecutor 1897 apareciera de un momento a otro para llevar a cabo el castigo. Había oído en varias ocasiones en qué consistía la ejecución. Los temas prohibidos eran clasificados de alto riesgo. Ya le sucedió a un vecino suyo, al que sorprendieron con una botella de güisqui camuflada dentro de una vieja impresora HP. Alguien reveló que lo habían encerrado en una mazmorra como la suya, acomodado en un camastro, y, no le dijeron cómo, fue obligado a beber litros de alcohol hasta reventar. Así era la aplicación de la justicia en sus días; los temas tabúes revestían una atención especial. También recordaba el caso del tipo que fue sorprendido haciendo el amor en la playa, de noche, bajo un cielo estrellado. Le aplicaron una de esas máquinas extractoras de semen, hasta que el blanquecino y vital fluido tornóse rojo sangre. Primero, quedó vegetal; después, cadáver. Era el sino de los rebeldes descerebrados que no deseaban cooperar con la coordinadora Justicia-Orden. La falta de Vincent, él lo sabía bien, fue guardar libros en su vivienda. Leer estaba prohibido y él llevaba años haciéndolo a escondidas; por eso esperaba a su verdugo particular.
Fue un chasquido de la vítrea puerta lo que lo despejó; abandonó sus pensamientos y sólo quedó pendiente del ejecutor: un funcionario de dos metros de alto, robusto, fuerte, vestido con un aséptico ropaje blanco de una pieza, zapatos de goma de igual color. Venía con una docena de libros. Cerró la puerta y colocó los tomos ante él. «Tienes que devorarlos, hoja por hoja, hasta que todo acabe», dijo con lacónica frialdad. Después, sin que Vincent opusiera resistencia, le inyectó un fluido verde en su brazo izquierdo, que consiguió que, en su mente, devorar el papel fuera la idea más fascinante y apetecible de todas las imaginadas. El condenado se arrodilló pues y comenzó con el primer texto. Hoja por hoja fue desapareciendo en el interior de esa máquina de triturar papel en la que se había convertido. Las tapas, imposibles de engullir, salieron despedidas hacia un lateral. Tras una primera novela de aventuras, le siguió un tratado social; después otra novela histórica, rusa, interminable; posteriormente una breve antología poética, bastante más liviana en páginas; a este tomo, asombrosamente, le siguieron varios más. Las últimas tapas cayeron cerca de la puerta de salida.
El ejecutor miró ahora cómo el condenado se retorcía en el suelo, víctima de singulares convulsiones, hasta que dejó de moverse. Desde sus dos metros de altura, sonrió y giró sobre sus suelas de goma con la intención de salir del lugar, pero notó que algo tiraba de su pierna derecha y no lo dejaba avanzar. Sintió un poderoso mordisco en la desnudez de su tobillo y la calidez de la sangre resbalar por su piel, hasta manchar de manera ostentosa la blancura de su zapato. Quedó atrapado, como hechizado, inmóvil; después, cayó al suelo, sin dejar de sentir cómo la sangre le era succionada con sobrenatural avidez. Sus ojos, ahora de mirada turbia, tuvieron la oportunidad de ver cómo Vincent, desde el suelo, más vivo que nunca, enganchado a su vena, no cejaba en el empeño de drenar la sangre de su organismo.
Una postrera y alucinada mirada hacia la puerta próxima otorgó algo de claridad a su situación, antes de que la inconsciencia, en esa nebulosa y cuasi plácida fase que antecede a la muerte, lo dominara por completo: las últimas tapas arrojadas al lugar mostraban un espectacular título en letras doradas, góticas, que refulgían ahora como si tuvieran luz propia. Un título de una sola palabra, que, para él, encerraba la clave: Drácula.