El hombre que podía engañar a la muerte (The Man Who Could Cheat Death, 1959), de Terence Fisher
Poco que añadir al documentadísimo análisis de Alcaudón. Como señala en su comentario, se trata de un film muy dialogado, excesivamente para mi gusto, lo que provoca que la tensión y el ritmo del film se resienta por momentos.
En mi opinión, la película parte de un guion poco trabajado, con demasiadas incoherencias e hilos argumentales desaprovechados. Por ejemplo, el asunto del trasplante de la glándula (muy confuso, que se superpone a la pócima rejuvenecedora) resulta poco atractivo visualmente (esa pequeña glándula en un recipiente de cristal me parece de lo más cutre).
Tampoco se acaba de aprovechar la atmósfera creada en el arranque del film, con ese París bajo la niebla (tan parecido al habitual Londres de los films de terror), donde actúa mortíferamente alguien con habilidades de cirujano, lo que nos trae a la memoria a Jack el Destripador, que por aquellos años (la película transcurre en 1890) aterrorizó las calles londinenses.
Ni se saca suficiente partido a la doble condición de científico (dirige una clínica en la que no sabemos qué hace) y escultor del Dr. Bonnet (Anton Diffring), ni a la desaparición de una modelo (que vuelva a la pantalla al final, cuando la dábamos por muerta). Tampoco la investigación policial tiene interés, a pesar de contar con el habitual Francis De Wolff. Ni la verbosa participación en la trama del Dr. Ludwig Weiss (Arnold Marlé).
Por último, irónicamente, el hombre que pudo engañar a la muerte durante décadas (contaba 104 años), cae él mismo en un engaño de lo más simplón urdido por el Dr. Gerrard (Christopher Lee). Demasiadas incoherencias o lagunas de guion como para que el resultado sea satisfactorio.
Queda, eso sí, un brillante tratamiento del color, a cargo de Jack Asher, un buen trabajo de ambientación, y algunos momentos de impacto, especialmente esos planos desde el interior de la caja fuerte donde Bonnet guarda la pócima que le permite conservar su apariencia antes de la operación, o sus transformaciones, inquietantes más por la coloración de la piel que por la deformación del rostro.
Y, claro está, siempre nos quedará la imagen voluptuosa de la bella Hazel Court, aunque su personaje daba para mucho más, vista la ambigüedad moral con la que lleva en esa especie de menage à trois con Bonnet y Gerrard.
A pesar de los aciertos citados, no me parece que la película que ocupe un lugar especialmente destacado dentro de la obra de Fisher. Veremos qué nos depara la próxima, que será, supongo, The Mummy, ¿no, Alcaudón?, de la que guardo un buen recuerdo,