La pareja vive en ese pequeño espacio bajo la opresión del zumbido constante de una máquina de origen desconocido. Tras una noche de alcohol, locura y desenfreno con unas prostitutas, Abel encuentra a Manuela muerta. Descubre, en un detalle sin duda languiano, mabusiano, que detrás de los espejos del piso hay cámaras de cine que los filman. También averigua que su piso se conecta con la clínica, a través de un laberinto de escaleras solitarias y montacargas. Finalmente, accede a una especie de laboratorio donde Vergerus, con gran sangre fría, le cuenta sus experimentos con humanos, a los cuales se prestó también su hermano. Vergerus le proyecta imágenes de los experimentos, precedentes evidentes de los que los
mengele al servicio del régimen nazi llevaron a cabo en los campos de exterminio. Paradójicamente, Vergerus desprecia a Hitler y está convencido que fracasará, aunque formula una ominosa profecía: que en 10 años habrá una revolución exitosa (en 1933, Hitler y su NSDAP accedieron al poder), que dará lugar a una sociedad sin igual en la historia de la humanidad, algo que ya se hace transparente, dice Vergerus, en el presente, como se ve a través de la frágil cáscara del huevo de una serpiente el animal que va a nacer. Sabedor que la policía va a encontrarlo de forma inminente, Vergerus decide suicidarse con una cápsula de cianuro, y como el protagonista de
El fotógrafo del pánico (Peeping Tom) lo hace ante un espejo, de manera que las últimas imágenes que contempla son los de su rostro crispado por el dolor.
La película finaliza con la desaparición de Abel, confundido entre la multitud que circula como muertos vivientes por las calles de Berlín.