La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970)
Es un lugar común, al referirse a esta película, el decir que era la preferida del director. Así lo testimonia Garner Simmons, en el libro que hemos citado varias veces, poniendo en boca de Peckinpah que: “es posiblemente mi mejor película. Una verdadera historia de amor. Siempre me critican por la violencia de mis películas, pero me da la impresión de que cuando no hay violencia, nadie se interesa por ellas”.
No comparto la opinión de Peckinpah sobre este film. A pesar de tener muchas cosas atractivas dentro, entre ellas unas soberbias interpretaciones de Jason Robards, David Warner e incluso de Stella Stevens (a la que todos hemos visto en El profesor chiflado junto a Jerry Lewis) y del “bunch” habitual (L.Q.Jones y Strother Martin, que parecen repetir sus papeles de The Wild Bunch, R.G. Armstrong o Slim Pickens), de contar con Lucien Ballard tras la cámara y con Jerry Goldsmith ocupándose de la banda sonora, creo que La balada… es un film muy irregular, e incluso en algunos momentos me parece impropio de Peckinpah.
Si hasta ahora los cuatro films que hemos comentado mostraban progresivamente un mayor distanciamiento del western tradicional, creo que todos, incluso The Wild Bunch, a pesar de los ralentíes y de la orgía de sangre, se mantenían dentro de cierta ortodoxia genérica, conservaban cierto clasicismo. En cambio, aquí Peckinpah se apunta a un tipo de western claramente desmitificador, en algunos momentos casi paródico, cargado de pretendida comicidad, descarado y “moderno”, que estuvo en boga en la época (algo de lo que no se pudo librar incluso Joseph L. Mankiewicz, en la por otra parte excelente El día de los tramposos, estrenada el mismo año, o Los vividores, de Robert Altman, del año siguiente).
El problema desde mi punto de vista no es el gusto por lo sucio y obsceno, el protagonismo de una prostituta, las situaciones cómicas (aunque, sinceramente, a mí no me hacen demasiada gracia) o el pícaro predicador, en definitiva la desmitificación de Oeste clásico, sino la manera como está filmada. Peckinpah no puede resistirse ni a la fragmentación de la pantalla (utilizada para los títulos de crédito, pero también en otros momentos), y lo que es peor a zooms tan feos y groseros como el que hace sobre los pechos de Hildy o al uso (a lo Benny Hill que diría Alex) de la cámara rápida en algunos momentos supuestamente de comedia.
Poco hay de sutil en la película, ya desde el mismo inicio, cuando vuela por los aires un lagarto (un monstruo de Gila, aunque al parecer era un falso Gila) al que quiere matar Cable Hogue para alimentarse. Por supuesto, no hay ningún aviso de que no se ha maltratado a animal alguno (en este caso, se cuenta que el lagarto en cuestión se tuvo que hacer explotar dos veces, ya que la primera vez no había quedado bien, y se tuvieron que recomponer los pedazos para una segunda voladura).
Condenado a vagar por el desierto a la búsqueda de agua para sobrevivir, ya que sus colegas Taggart (L.Q.Jones) y Bowen (Strother Martin) le han abandonado, llevándose cantimplora, mula y armas,
Cable, casi como si de un personaje bíblico se tratara, que mantiene en voz alta un diálogo airado con Dios,
encuentra casualmente agua en medio del desierto. Como esa fuente está cerca del camino que suelen tomar las diligencias, ve la posibilidad de hacer negocio, además de mantenerse con ello en la zona a la espera de que sus dos traidores compañeros vuelvan por allí. Es, pues, una historia de venganza, pero sin el tono tenebroso propio, por ejemplo, de un Fritz Lang o un Anthony Mann.
Un estrafalario personaje se le unirá: el predicador Joshua, un encantador embaucador y caradura que se sirve de su “magisterio” (reversible, porque pasa de civil a religioso girando el cuello de la camisa para mostrar un alzacuellos eclesial) para obtener favores de las mujeres.
Gracias a Joshua, Cable comprende que ha de registrar la propiedad, para lo cual se desplaza al pueblo más cercano, que tiene el sonoro nombre de Deaddog. Busca, además, conseguir un crédito, primero sin éxito en la compañía de diligencias, y después con más fortuna en el banco (curiosa generosidad bancaria), interesado por la posibilidad de obtener de agua en esa zona desértica). En el pueblo conoce a Hildy, una prostituta, de busto prominente (como se encarga de mostrarnos Peckinpah con el mencionado zoom), con la que Cable tiene un primer contacto tempestuoso (ya que no le paga el servicio, aunque no lo ha completado), que finaliza con Hildy lanzándole objetos desde la ventana, incluido un orinal, casi como si de un slapstick se tratase.
Cuando más tarde, por la noche, vuelva con Joshua a Deaddog, se disculpará con Hildy, no con un ramo de flores u otro objeto de regalo, sino entregándole precisamente un práctico orinal, casi como si de una declaración de amor se tratase, mientras Joshua encuentra su primera “feligresa”.
Cable acabará consiguiendo que la compañía de diligencias le firme un contrato para el suministro de agua, quedando oficializado con la entrega de una bandera de los Estados Unidos, que iza con orgullo. Cuando Hildy sea expulsada del pueblo por la gente decente (algo que recordaremos de la fordiana Stagecoach), buscará refugio con Cable en el puesto para diligencias que está montando junto al manantial, en el que sirve comidas a los viajeros, además de agua para personas y animales.
Unidos Cable y Hildy, Peckinpah nos muestra su enamoramiento, incluso recurriendo a algo también muy de la época: una canción que cantan los mismos actores y que se superpone sobre un conjunto de imágenes que nos muestran su relación a lo largo de los días. La canción es una composición de Richard Gillis, “Butterfly Mornings”, un tema dulce que resulta chocante dentro del contexto que nos cuenta Peckinpah, quizá lo más cercano a un romanticismo tierno que encontraremos en toda su obra (aunque seguro que Alex se habrá fijado más en lo que contiene el barril que en los adornos musicales).
El propio Gillis, por cierto, es también el autor de la letra del tema principal, que canta con música de Goldsmith. Ambos temas musicales me parecen dos de los mayores aciertos de la película, ya que la dota de ese aire de balada que recoge el título (algo, por cierto, que también sucedía en la película de Mankiewicz citada anteriormente o en la inmarcesible Rancho Notorious de Lang).
Con el regreso de Joshua, que ha vivido una aventura adúltera en Deaddog, comparten el espacio durante un tiempo el particular trío, aunque Hildy, finalmente, decide llevar a cabo su sueño de viajar a San Francisco, en parte también ofendida por el comentario de Cable, cuando este le recuerda que no le cobra nada por la comida porque ella tampoco le cobra nada por sus favores.
Todo el tiempo de espera en ese lugar perdido (¿meses o años incluso?) en medio del desierto, finalmente, tiene su recompensa: un buen día aparecen Taggart y Bowen como pasajeros de la diligencia. Cable les prepara una trampa contando con la ayuda involuntaria del conductor (Slim Pickens), que les cuenta el mucho dinero que ha ganado Cable con su negocio y que lo guarda en casa, no en el banco. Cuando vuelven para robarle, caen en la trampa, un hoyo que ellos mismos cavan y al cual Cable lanza serpientes de cascabel.
Al salir del hoyo, uno de ellos, Taggart, el más lanzado, morirá al creer que Cable no les disparará (se ríe de él constantemente llamándolo cobarde, “yellow”).
El final del film se precipita: mientras Cable obliga a Bowen a desnudarse y a que inicie un por el desierto,
como en su día obligaron a Cable, llega un coche a motor transportando a Hildy vestida lujosamente. Ha enviudado de un hombre rico de San Francisco y ahora quiere ir a Nueva Orleans, pidiéndole a Cable que la acompañe. Cable acepta y le cede la propiedad a Bowen, pero, desafortunadamente, sin darse cuenta quita el freno del coche que se precipita sobre su antiguo enemigo.
Mediante una rápida acción, Cable salva al hombre que ha querido matar durante años interponiéndose ante el vehículo. Pero irremisiblemente es aplastado por ese signo de modernidad: el viejo Oeste de los pioneros se acaba definitivamente.
Justo en ese momento se une a “la fiesta” Joshua, llegando a bordo de una moto con sidecar, justo a tiempo para acompañar en las últimas horas a su amigo y dar el sermón durante el entierro (al que Peckinpah pasa sin solución de continuidad, del lecho de muerte de Cable a la tumba, sin recrearse en la agonía y sin concesiones al sentimentalismo).
Todo este final se nos cuenta en clave de humor, con cierta ligera ironía, como diciendo “son cosas del destino”. Enterrado Cable, todos abandonan el lugar, apoderándose de nuevo el desierto del lugar, del que ya solo aprovecharse un coyote de aspecto famélico.
Lástima de las formas que utiliza Peckinpah (que, en su descargo, hay que decir que predominaban en aquellos años, dentro de un género moribundo), porque el film tiene algunos ingredientes excelentes, pero en su conjunto es una película que nunca me ha acabado de gustar. Quizá sea una cuestión de sensibilidades.
La semana que viene volveremos a la violencia, y además de carácter extremo, en el primer film de Peckinpah ambientado en la actualidad: Perros de paja.