El caso de La bruja vampiro (Vampyr/L’étrange aventure de David Gray, 1932), de Carl Theodor Dreyer, es bien particular, pues aunque rodada con la llegada del sonoro —más de un año de rodaje se empleó— y, por tanto, incluye diálogos, estos son tan breves, que casi la totalidad de la misma discurre con silencios prolongados, a lo más algunos susurros y gemidos, siendo considerada casi una película muda. En coproducción franco-germana, financiada por el mecenas y barón Nicolas de Gunzburg, que interpretó asimismo al personaje central David Gray, el guión de Dreyer y de Christen Jul propone una adaptación libérrima de Carmilla, de Le Fanu, originando un filme de lo más extraño de la filmografía que nos ocupa. Expresionista en su tratamiento de la imagen, las sombras se apoderan del cuadro y da la impresión de navegar uno por océanos oníricos, imposibles, transportados de las más brumosas pesadillas. Brumas que nacieron, según se comenta, de manera anecdótica, ya que, debido a un incidente, se veló parte del negativo de tomas exteriores, y el realizador danés tuvo a bien, para aprovechar material, filmar algunas secuencias con una gasa delante de la cámara, con adecuados ángulos de luz, para homogeneizar con el toque flou que se observa a menudo.
David Gray es un personaje sensible, buscador de fenómenos extraños y paranormales, que recala en un albergue en el que le hacen una revelación sin sentido aparente, y le entregan un paquete que contiene un libro, que a la postre es un tratado de vampirismo. Será el inicio de un peregrinaje que lo llevará a lugares inquietantes, donde las sombras bailan en las paredes y todo está dominado por las brumas y la desazón. Terminará por descubrir la amenaza de los vampiros, personificada en una vieja bruja que, ayudada por un doctor de perversas intenciones —Henriette Gérard y Jan Hieronimko, ambos actores aficionados—, está vampirizando a una joven castellana. Tras una serie de secuencias surrealistas, la vampira morirá con la clásica estaca clavada en el corazón al ser descubierta su tumba, convirtiéndose en un esqueleto. Su acólito, finalmente, sucumbirá en el interior de un molino, enterrado en harina, en secuencia harto angustiosa. En este caso, desenlace simbólico por mediación del blanco puro de la harina, que contrasta con el severo clasicismo de la muerte de la bruja. De entre todo lo planificado, siempre recordaré a ese soldado al que se le escapa su propia sombra, para unirse a las demás figuras espectrales en insólito baile nocturno expresionista; así como la secuencia filmada en cámara subjetiva desde el interior de un ataúd: por el efecto de una transfusión, Gray soñará que ha fallecido y verá su propio sepelio desde la mirilla del sarcófago, en secuencia vanguardista que levantó muchos comentarios elogiosos tanto en su época como con posterioridad. Precisamente ahí está uno de los detalles más intencionados del filme: dejar que Gray sea un mero observador de los hechos —protagonista = espectador—, sin ofrecer mano ejecutora directa en ninguno de los aconteceres —no será su mano la que acabe con los monstruos—, de la misma forma que vivimos nosotros las más intensas pesadillas.
El posicionamiento artístico ante esta cinta acreedora de una sombría belleza, casi insana, queda sintetizado en el discurso que dio Dreyer a su equipo antes del rodaje: «Imaginad por un momento que estamos sentados en una habitación normal y corriente. De repente, alguien nos comunica que detrás de la puerta hay un cadáver. En el instante, la habitación cambia por completo, adquiere un aspecto distinto. El ambiente y la luz, pese a ser los mismos, se han alterado. Y es que los que hemos cambiado somos nosotros, y los objetos son realmente como los imaginamos».