Polanski decidió dar una interpretación ambigua en la adaptación cinematográfica del libro, dejando abierta la posibilidad de creer que todos los hechos narrados son en realidad imaginados por la protagonista. Cualquier escena del film puede ser interpretada desde este punto de vista, acompañando con esto la propia visión que Polanski tenía sobre la religión: Aún siendo un agnóstico, nunca he creído tanto en Satán como un diablo encarnado, como creo en un dios personal; este pensamiento entra en conflicto con mi visión racional del mundo. Polanski dejó claro a lo largo de toda su filmografía su gusto por reflejar las alteraciones psicóticas de algunos individuos. Baste citar al respecto, en mayor o menor medida, cualquiera de sus películas, pero la que quizá mantenga mayores lazos de contacto con
La semilla del diablo sea
El quimérico inquilino (
Le locataire, 1976) en la que también una comunidad de vecinos consigue volver loco a su nuevo huésped.
En el caso de Rosemary, Polanski, utilizó para acompañar esta ambigüedad de paranoia/realidad un montaje casi subjetivo, pues la cámara acompaña en todo momento a la protagonista, siguiendo a menudo la acción a su lado o pegada a su hombro (terrorífico el seguimiento final de Rosemary a través de la casa de sus vecinos, entrando en la sala atestada de gente y cuyo centro de interés es la horrible cunita negra). El espectador conoce sólo lo que Rosemary va descubriendo, de manera que nunca se está en la certeza de que aquello visto u oído sea realmente cierto, o sea sólo producto de la imaginación de la pobre infeliz.
La acción se desarrolla en una atmósfera recargada y asfixiante, con el acompañamiento de una iluminación lúgubre y deprimente, obra del director de fotografía William Fraker.
Polanski recurre a una planificación agobiante, la cámara se convierte en un personaje más, en alguien indiscreto que observa la acción a su gusto, sin abandonar nunca a la protagonista. El director utiliza a la perfección el poder de la acción fuera de campo, pues frecuentemente perdemos de vista elementos o sujetos que queremos ver por culpa de la caprichosa elección visual de una cámara que no siempre quiere responder a nuestras demandas visuales. Esto crea inquietud en el espectador, a quien le es vetado su derecho a anticiparse a la acción y colocarse en su habitual posición dominadora de la acción. El espectador sufre las mismas inquietudes que Rosemary, y quizás aún más, pues la cámara a veces adopta un punto de vista distanciado en relación a la acción. Polanski acertó de lleno con este estilo de filmar, influenciado por la lectura del libro de R.L. Gregory "Eye and Brain: The Psychology of Seeing", en el que el autor defiende que la percepción se ve alterada por la suma de nuestras experiencias vividas. El público imagina a través de lo que ha vivido lo que en esos momentos no está viendo. Polanski afirmaba que la gente salía del cine creyendo haber visto a la criatura, aunque de hecho ésta no es mostrada directamente en ningún momento. Sólo aparece un plano sobreimpresionado y casi subliminal de los ojos de un animal, el cual ya aparecía como parte de las pesadillas de Rosemary, y por tanto, esta visión puede ser tan subjetiva como el resto del argumento. Es esto precisamente lo que crea más horror en el film. Nada de sangre, nada de monstruos, nada de sustos, al menos explícitos. Sólo Rosemary, y lo que a partir de sus reacciones intenta imaginar el espectador.
Pese a todo, Polanski consigue aligerar la tensión con magníficas muestras de humor, que contrastan violentamente con el terror y provocan un cierto desconcierto en el espectador. Baste citar al japonés tirando fotos a la bonita cuna, la actitud protectora y paternalista de los vecinos hacia Rosemary o el paso "de puntillas" (sólo falta el pizzicato) de los vecinos a espaldas de la aterrada Rosemary. Es una genial combinación de humor y horror, que Polanski también utilizaría en
El quimérico inquilino (para ejemplo, el grotesco y doble lanzamiento de Trelkovski desde su ventana).