SIERVOS DEL MAL
En la historia del cine fantástico existe un catálogo de honor reservado a las grandes estrellas del género. Actores que supieron impregnar con su personalidad, sus talantes y maneras de actuar, las películas en las que aparecían, acuñando con ello el sabor de su época: Lon Chaney en el cine mudo; Bela Lugosi y Boris Karloff en el sonoro en blanco y negro; Christopher Lee, Peter Cushing y Vincent Price en el color... He señalado a los más carismáticos, pero la lista podría ampliarse sin ningún esfuerzo. Son los rostros que más veces encontramos en fotografías y carteleras; incluso, ahora, en modelos de plástico y resina destinados a engrosar los altares privados de los infinitos fans del género. Pero no son los únicos. Existen otros actores, llamados secundarios, que supieron legar improntas de envergadura para la historia, y, sin su participación, algo habría perdido el universo argumental y plástico del cine. Ahí tenemos a Dwight Frye, Lionel Atwill, Ralph Bates, etc. Igualmente sucede con los personajes de ficción interpretados por ellos.
Pululan a lo largo de la historia de este género, de manera humilde, constituyéndose en un ingrediente más dentro del concierto de matices y características básicas que lo definen. No son los personajes preponderantes, el eje de la acción, pero ayudan sobremanera. Unas veces son personas, otras veces monstruos inclasificables, pero siempre son seres raros, esquiroles de la raza humana o engendros sin rumbo que se degradan para servir a los locos proyectos de científicos ensoñadores —éstos tienen mayor perdón—, o que no se resisten a las fuerzas del propio averno, a la atracción del abismo. Secundarios obligados por las tramas cinematográficas, olvidados o minimizados a la hora de cualquier recopilación enciclopédica, pero en muchos casos son la salsa, el condimento ideal, para intensificar el suspense, el misterio y el horror. Son, sencillamente, los siervos del mal.
Por una cuestión de orden, empezaremos por los seres humanos sin ninguna característica sobrenatural; cosa que le ocurre al sirviente enano y jorobado de Frankenstein en Frankenstein (El doctor Frankenstein,1931), con un Dwight Frye soberbio, sádico redomado a las ciegas órdenes del doctor en todos los experimentos de éste sobre la vida y la muerte. Tal fue la calidad de su creación, que el propio realizador James Whale lo volvería a usar en The Bride of Frankenstein (La novia de Frankenstein, 1935), aunque cambiando el nombre Fritz por el de Karl. Desde entonces, no hay cinta del monstruo que no use un siervo tan siniestro y adecuado para el gótico retablo paracientífico de la creación de la vida artificial. Permitan, ya que nobleza obliga, que señale al mejor de todos: Bela Lugosi como Ygor en Son of Frankenstein (La sombra de Frankenstein, 1939); exquisito filme de Rowland Van Lee —a la altura de la obra de Whale—, con una sórdida atmósfera expresionista, caligarista incluso, ideal para una trama delirante, continuadora de las obras maestras anteriores. Como anécdota, Mel Brooks sacaría partido a la vis cómica del tema en Young Frankenstein (El jovencito Frankenstein, 1974), con un caricaturesco Marty Feldman que igual cambiaba la ubicación de su joroba que el nombre: «Llámeme Igor» —léase Aigor—. Tanta sonoridad tenía el nombre, tanta magia despertaba, que así se llamó también el bestial ayudante del profesor Jarrod —portentoso Vincent Price en una de sus tres más geniales creaciones— en House of Wax (Los crímenes del museo de cera, 1953), de André De Toth, con Charles Bronson también en uno de sus mejores momentos —quizá al ser mudo el personaje, no se le notaba tanto las carestías al bueno de Charles—. En The Most Dangerous Game (El malvado Zaroff, 1932), de E. B. Schoedsack e Irving Pichel, el avieso cosaco interpretado por el sempiterno Noble Johnson hacía las veces de mayordomo y guardaespaldas, permitiendo que los desmanes del freudiano conde, cazador incansable de seres humanos, se llevaran a buen puerto, hasta que éste —motivo argumental del filme— se encuentra con la horma de su zapato. La filmografía, si nos empeñamos en rastrear, es interminable.
El cine de vampiros es, quizá por su naturaleza satánica, el más propenso para este tipo de servilismo diabólico. Quizá el primero con cierta consistencia, cronológicamente hablando, sea el de Renfield del atmosférico y metafísico Dracula (Drácula, 1931), de Tod Browning. Aquí, el ya citado Dwight Frye encarna al famoso loco unido espiritualmente al Drácula de Bela Lugosi, que llega a extremos alucinados de querer consumir la vida de los insectos para lograr ser como el maestro. Su condición mortal le hará naufragar, pereciendo al final de la cinta bajo la ira del propio conde que lo estrangula con sus manos. Pero antes, nos habrá legado todo un universo de soterradas amenazas, el espanto de un ser humano con apetencias vampíricas, capaz de vender su alma al diablo a cambio de una vida inmortal. Ya en Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (Nosferatu, el vampiro, 1922), de F. W. Murnau, cumbre del Expresionismo alemán, aparecía el personaje —no podía ser de otra forma, pues hablamos de adaptaciones de la novela original de Bram Stoker—, aunque más distante, con menos connotaciones espirituales. La mayoría de las adaptaciones venideras sabrán tenerlo en cuenta, pese a que Terence Fisher lo ignore en su obra maestra Drácula (Drácula, 1958), a favor de una trama más sencilla y cerrada. No obstante, lo veremos en el fallido aunque personal El conde Drácula (1970), de Jesús Franco; en el barroco y bello Dracula (Drácula, 1979), de Frank Langella; y en el exuberante e imaginativo Bram Stoker’s Dracula (Drácula de Bram Stoker, 1992), de Francis Ford Coppola, una de las mejores cintas de terror de los últimos años.
Resulta interesante el hecho de que las continuaciones de los títulos maestros de las productoras especializadas permitieran la inclusión de personajes, a veces, de lo más sugestivos, quizá como manera de potenciar el interés que una iteración desmedida pudiera llegar a mermar. En Dracula’s Daughter (La hija de Drácula, 1936), poético y sutil filme de Lambert Hillyer, el realizador Inving Pichel interpretaba al oscuro —por condición y atavío— Sandor, el amante oculto, el protector en realidad, de la condesa Maria Zaleska. Aquí, la hija del vampiro-rey lucha contra su estigma, ante el reproche del sirviente, que prefiere el mundo de las tinieblas al de la luz, aunque la trama no profundice en su naturaleza real o fantástica. El desenlace, en la mejor línea del terror clásico Universal, acaba de manera poética, ajustándose a los más estrictos cánones de la leyenda: la vampira muere con una flecha clavada en el corazón, lanzada por el celoso siervo, en tanto éste acaba abatido por las prosaicas balas de los protagonistas humanos del filme, tan tenaces como aburridos.
Al igual que ocurrió con la productora Universal, la Hammer británica haría lo mismo, y de este intenso rebuscar en el baúl de las buenas ideas, se propiciaría que en Dracula Prince of Darkness (Drácula príncipe de las tinieblas, 1965), del maestro Fisher, surgiera Klove, encarnado por Philip Latham, un criado del conde no citado en la primera pieza de la serie, que vigila el castillo incluso después de haber fallecido el vampiro a manos de Van Helsing. Klove, cuya primera aparición la hace envuelto en sombras, haciéndonos sospechar que se trata del mismo conde, también muere en el desenlace víctima de las balas, revelando acaso su identidad humana; pero la Hammer, sabedora del hechizo de este recurso argumental, introducirá personajes semejantes en los siguientes títulos. En Scars of Dracula (Cicatrices de Drácula, 1970), de Roy Ward Baker, es muy similar el rol, aunque personaje y cinta resultaron muy inferiores a los ejemplos citados con anterioridad. La fría elegancia del personaje fisheriano era sustituida por un hirsuto Patrick Troughton, perro guardián del castillo del conde. No obstante, más sugestivo me resulta Lord Courtley en Taste the Blood of Dracula (El poder de la sangre de Dracula, 1969), de Peter Sasdy, donde Ralph Bates borda una de sus mejores interpretaciones como satánico que revive al vampiro con ayuda de una misa negra oficiada para unos burgueses aburridos y deseosos de emociones fuertes, reduciendo el papel de Christopher Lee a un mero comparsa puesto a su disposición —venganzas gratuitas concatenadas—, cosa que jamás habría ocurrido en las tres primeras y magistrales cintas de la serie: en Dracula Has Risen From the Grave (Drácula vuelve de la tumba, 1968), de Freddie Francis, por ejemplo, Ewan Hooper encarnaba un sacerdote dominado por el vampiro, que luchaba denodadamente contra el infernal hechizo, a la manera de una doble personalidad tipo Jekyll-Hyde, para conseguir recuperar su voluntad en el mágico desenlace, donde la lírica de la productora brillaría a sus más altas cotas. Otra variación destacable llegará con Dracula A.D. 1972 (Drácula 73, 1972), de Alan Gibson, ya que aparece un joven protervo y roquero llamado Johnny Alucard —Christopher Neame—, trasunto de Lord Courtley por cierto, que lleva a cabo la resurrección del conde, pero que, a la postre, se transforma en vampiro a las órdenes de un Christopher Lee todavía impresionante.
Pero retrocedamos un tanto en el tiempo, para rememorar un título injustamente olvidado por casi todos —incluidos sus productores—: The Return of the Vampire (El retorno del vampiro, 1943), de Lew Landers. El vampiro interpretado por Bela Lugosi también necesita en esta ocasión la participación de un sirviente —Matt Willis— que le ayude a superar su debilidad ante la luz del día. Pero aquí no hay jorobado, ni pálido humano devoto del mal, sino un licántropo. El público de nuestros días se puede extrañar con la particular psicología de este personaje que incluso habla, ya que se aleja del prototipo de bestia sangrienta que desgarra y mutila sin ninguna razón. Nos hallamos ante un ser que, bajo el dominio del vampiro, adopta la apariencia de hombre-lobo, eficaz guardián de la tumba de su amo, sobre todo cuando éste duerme el sueño de los malditos. Su apariencia, su empeño e, incluso, sus acciones, parecen reflejar más un hombre-perro que un licántropo, detalle que resulta, por demás, sugestivo y novedoso. En este caso contamos con un ser de corte sobrenatural, distinto a las anteriores citas, en las que los escuderos malditos deambulaban por la senda de los mortales, bajo la psicología de seres hipnotizados, atrapados por la magia del mal, inclinados hacia el atractivo de la insólita belleza del diablo.
Si retrocedemos un tanto más, emplazándonos en la década dorada del cine de terror, hallaremos títulos tan interesantes y básicos como White Zombie (La legión de los hombres sin alma, 1932), de Victor Halperin, con toda una cohorte de lúgubres servidores condenados por la magia vudú de Legendre —insuperable Bela Lugosi—, quien revela en un momento del filme que moriría despedazado si alguno de esos zombis recobraran la libertad de sus almas encadenadas. En este caso se trata, y perdonen la osadía del chiste, del peligro de contar con un servicio mal remunerado. Del mismo año es The Mummy (La momia, 1932), de Karl Freund, con un sobrio Boris Karloff interpretando el papel del revivido Im-Ho-Tep, que va recobrando un aspecto cada vez más humano a medida que avanza la trama. El resucitado busca con ahínco su amor perdido en la distancia del tiempo, gozando de la servidumbre de un criado de sangre egipcia —el ya citado Noble Johnson—, que cubre sus necesidades más inmediatas, aunque no tenga nada de sobrenatural. Como tampoco lo tenía, pero sí de monstruoso, el papel de Boris Karloff en The Raven (El cuervo, 1935), de Lew Landers. En el filme, el desgraciado Bateman es un gangster que cae en manos del doctor Vollin —Lugosi—, un hombre desequilibrado que, lejos de cambiar su rostro para que siga huyendo de la justicia, lo desfigura con la intención de obligarlo, presionado por una falsa promesa de restitución, a realizar para él algunos trabajos oscuros. El propio Lugosi —el gran amo por excelencia del género, si nos detenemos a analizarlo— se verá asistido, como doctor Orloff, por otro individuo informe, de aspecto simiesco —Wilfred Walter—, en Dark Eyes of London (Los misteriosos ojos de Londres, 1939), de Walter Summers, en el marco de un imponente asilo para invidentes que sirve de tapadera para asuntos menos nobles.
En el cine español encontramos ejemplos notables. Por el contrario a los títulos ingleses de la Hammer, en los que los servidores eran personajes mortales, en películas como Gritos en la noche (1961), de Jesús Franco, y similares, aparecían seres monstruosos y terroríficos. En este caso, Morpho —Ricardo Valle—, el asistente ciego del doctor Orloff —nombre este sacado por cierto del título de Summers—, era tan bestial que casi podría pasar por fantasmal, y la atmósfera densa de la cinta potenciaba aún más el efecto. En la mítica La noche de Walpurgis (1970), de León Klimovsky, la condesa Wandesa Dárvula —Patty Shepard en su único rol genial— se ve asistida por un monje réprobo de nombre Bautista Verdung, que, al morir, vuelve a la vida bajo la apariencia momificada de un muerto viviente. El detalle se volverá a ver, incluso potenciado, en la preciosista El retorno del hombre lobo (1980), de Jacinto Molina, corolario remozado de la cinta de Klimovsky y baluarte del gótico hispano. El incansable Jacinto Molina, bajo el nombre de Paul Naschy, sería Gotho, el jorobado sumiso, asistente de las tareas sucias del doctor Orla —Alberto Dalbes— en El jorobado de la Morgue (1972), de Javier Aguirre; aunque al final se volverá loco y se rebelará contra todos al no ver cubiertas sus necesidades, en un universo goyesco de catacumbas y horrores que resuman los gélidos aires lovecraftianos.
La confusión sobre la naturaleza humana o no de estos sumisos asistentes, se acentúa cuando los productos nadan en las aguas de la comedia negra con tintes surrealistas; en los productos que, dado su esoterismo y fantasía, permiten el despliegue de personajes a los que no hay que dar explicación alguna. Eso mismo sucede con la innovadora en su tiempo The Abominable Dr. Phibes (El abominable Dr. Phibes, 1971), de Robert Fuest. En este caso, el doctor Phibes, superviviente de un mortal accidente que lo ha desfigurado, decide acabar con los doctores que nada pudieron hacer por salvar a su amada esposa, aplicando el castigo de las plagas de Egipto, en una trama delirante y sugerente, adornada por la plástica kitsch. Vulnavia, la etérea y exótica chica interpretada por Virginia North, acompañante del doctor para llevar a cabo sus vengativos planes, aparecerá y desaparecerá a la manera de un ángel, sin que el espectador sepa jamás su naturaleza, ni las ventajas que obtiene con sus oscuras acciones. Su secuela, rodada un año después, proseguía con la fórmula plástico-argumental de la primera cinta, aunque ahora Vulnavia era interpretada por Valli Kemp.
El año 1985 nos traerá otro de los escasos claros ejemplos de servidumbre sobrenatural, de obediencia ligada al mundo metafísico, y no sólo a la psicología, al hechizo o al mesmerismo. En Fright Night (Noche de miedo), del especialista Tom Holland, el vampiro interpretado por Chris. Sharandon —de nuevo la temática ideal para estos seres subyugados— se ve escoltado por el esbirro encarnado por el actor Jonathan Stark, de nombre Billy Cole, que en apariencia parece un chico bien, dinámico y moderno —incluso con connotaciones homosexuales—, pero que, a la postre, deviene en una especie de engendro híbrido que se resiste a morir a balazos, pero que se desintegra en un nauseabundo fluido verde ante el poder de una buena estaca clavada en el corazón, en una secuencia tensa, llena de emoción, con un final adornado del humor negro que envuelve toda la obra. Parte del público se preguntaba sobre la naturaleza del personaje, sin que nadie haya ofrecido jamás una respuesta, ni maldita la falta que hace; pero es lógico pensar que este tipo de ataduras al mundo de las tinieblas ha de redundar en espantosas alteraciones, que afectan tanto a lo físico como a lo psíquico.
Son muchos los títulos que, incluso hoy en día, conciernen a la temática de forma tan variada como difusa. Además, no necesariamente siempre han de apostar por el mal estos servidores del más allá, como bien ilustra Alejandro Amenábar en su inquietante y espectral Los otros (2000), ya que, a veces, los personajes de ultratumba viven en su propia dimensión de servidumbre sin la clara intención de hacer daño a nadie. Y es que, en materia cinematográfica, podemos hallar variantes de todo tipo, por caprichosas que sean.
Se lo dice un servidor... de ustedes.
Ángel Gómez Rivero