Pese a no contar con la maestría del filme de Shindo, encuentro interesante la trilogía vampírica rodada en Japón por Michio Yamamoto: Chi o suu ningyoo (1970), Noroi no yakata: Chi o suu me (1971) y Chi o suu bara (1974). En la primera entrega, más conocida por su título internacional The vampire doll, un hombre se desplaza hasta la lejana vivienda de su novia. Al llegar, la madre le revela que ha fallecido debido a un accidente de tráfico. Al individuo se le aparece una fantasmal figura en la noche y acude a su encuentro. Su hermana, al no saber nada de él, marcha al mismo lugar en su busca, sin entender que esa casa es un recinto misterioso que encierra grandes peligros. Con vocación por los nocturnos, y sacando partido a la palidez de los rostros, con el añadido de vistosas lentillas de color verde apagado —en verdad la protagonista parece una diabólica muñeca—, comienza un nuevo periplo para el personaje; aunque aquí, en principio, queda impreciso si se trata de vampirismo, fantasmas o cualquier otro fenómeno menos catalogable, hasta que se pronuncia la palabra «vampiro». Incluso hay un referente a La verdad sobre el caso del señor Valdemar (The facts in the case of M. Valdemar, 1845), de Poe, con el detalle de la chica que es hipnotizada en trance de muerte, pretendiéndose justificar así su actitud, su avidez por la sangre. Con todo, las vías estaban abiertas.
La segunda, más conocida por su título americano Lake of Dracula, es la de mayor fama pese a sus limitaciones. A pesar de un argumento confuso, parte de un inicio espectacular y prometedor, con la llegada de una niña perdida a la mansión del vampiro y la visión terrorífica que se ofrece a sus ojos. Tardamos, no obstante, en entrar en la trama, pese a existir cierta atmósfera de tensión y magia con un despliegue de imágenes oníricas, plenas de sugerencias; una curiosa y personal incursión, bajo la mirada nipona, a las formas y contenidos del homólogo cine occidental. Con todo, estamos, probablemente, ante uno de los filmes de horror de su país más añorados por los especialistas, por ser esquivo y difícil de visionar, en el que la transposición de todos los elementos clásicos del género —noche, mansión siniestra, sangre, etc.— son incluidos con cierto regusto Hammer. Mori Kishida interpreta al sangriento diablo, que protagoniza un final de película espectacular, con una descomposición bastante parecida a la rodada por Fisher en la versión de 1958. Falso conde, porque, pese al título americano, el personaje central es en realidad un descendiente de un europeo que, siglos antes, se estableció en Japón para casarse con una lugareña.
La tercera parte, que también relegaba la culpa del vampirismo a sangre foránea, presentaba la complejidad de espíritus diabólicos que cambian de cuerpo. Fue distribuida en Norteamérica con el engañoso título de Evil of Dracula, y tenía un desarrollo menos arrítmico, con mayor número de secuencias de intencionalidad terrorífica, y con un largo desenlace en el que el protagonista se enfrenta al vampiro hasta acabar con él, clavándole el atizador de una chimenea en mitad del corazón. Mori Kishida volvía a prestarse al papel, ahora con mayor protagonismo y más abundancia de contrastados y macabros planos, culminando en una descomposición que solo deja de él, al igual que con su compañera, un esqueleto tirado por los suelos de la vieja casa.