Dentro del juego de miradas enfocadas hacia la historia real, en la que destacan algunos largometrajes que recordaban la cruenta vida guerrera de Vlad Tepes, existe un título que lo hacía en otra dirección, en concreto al filme Nosferatu el vampiro, dentro del talante del «cine sobre cine». La sombra del vampiro (Shadow of the vampire, 2000), de E. Elias Merhige, coproducido con Inglaterra y Luxemburgo, plantea las hipotéticas incidencias del rodaje del filme de Murnau. El guión de Steven Katz se basa en la anécdota de la misteriosa identidad del protagonista del filme expresionista, ya que, siendo un desconocido Max Schreck, como apunté al principio de este ensayo, daría pie a comentarios diversos; uno de ellos, algo surrealista, señalaba al mismísimo conde Drácula. Con este rasgo de humor negro de partida, el filme incide en el rodaje de manera licenciosa, aunque ajustándose en lo posible a la realidad.
John Malkovich se introduce en la piel de un Murnau obsesivo, a la eterna busca de la pesadilla perfecta, y Willem Dafoe se transforma en Orlok, un ser extraño que va dejando libre sus instintos a medida que transcurre el rodaje. A pesar de los anacronismos existentes, el filme toma de la historia las anécdotas necesarias para que la fábula funcione, sin importar que estemos a un lado u otro de la realidad, o de la ficción. La fotografía de Lou Bogue se enfrenta a la apuesta de filmar en color o en blanco y negro, según se esté delante o detrás de la cámara, y los decorados de Chris Bradley juegan un riesgo considerable, a tenor del conocimiento que tenemos, plano a plano, del filme original. El resultado da la sensación de transportarnos, por momentos, a los años veinte, lo que no es poco. En resumen, un filme experimental que fantasea con la memoria colectiva, que baila en la cuerda floja, pero que, por desgracia, no sería bien entendido por una mayoría más preocupada por el espectáculo sin fin y los efectos especiales de diseño.
(Del libro EL VAMPIRO REFLEJADO)