11. Dies irae (Vredens dag, 1943)
Como avancé al final de mi comentario sobre Vampyr, después del estreno del film Dreyer tuvo que ingresar, durante unos meses, en un sanatorio para recuperarse de una crisis nerviosa. En las siguientes años, las dificultades financieras para tirar adelante un nuevo proyecto, un viaje a Londres, donde contacta con la escuela de documentalistas británicos, sin resultados, y la fallida aventura de rodar un film en Somalia en 1934, le llevan a abandonar el mundo del cine durante el período 1936-1941, en el que volvió a su oficio de periodista, especializándose en la crónica judicial.
Con Dinamarca ocupada por el ejército alemán, Dreyer recibe el encargo del Comité Cinematográfico Gubernamental de rodar un cortometraje sobre la ayuda estatal a las madres solteras (tema que le tocaba de cerca): Mødrehjælpen (que ya comentaré al final de la revisión, junto al resto de cortos).
Recuperado para el cine, pero en un momento extremadamente complicado, Dreyer consigue filmar la adaptación de una obra de teatro del autor noruego Hans Wiers-Jenssen: “Anne Pedersdotter” (1908), basada en el caso real de Anne, la viuda de un pastor luterano, que fue quemada en Bergen acusada de brujería en 1590. Después de ser representada en los escenarios noruegos, la pieza llegó a teatros de todo el mundo, dando origen incluso a una ópera, “La fiamma” (1934), de Ottorino Respighi.
Como comenté al hablar de Vampyr, a estas alturas ya no nos puede sorprender que Dreyer sintiera interés por un caso de brujería, puesto que el tema ha aparecido en varios de sus films anteriores. Nuevamente, la protagonista es una mujer que ha de luchar contra la intolerancia de una sociedad cerrada y prejuiciosa, en una lucha desigual entre el amor (o quizá el deseo) y la moral imperante, representada por la Iglesia. Dreyer, que elaboró el guion con la colaboración de Mogens Skot-Hansen y Poul Knudsen, llevó el caso a su terreno, avanzando la localización temporal hasta 1623, y situando la acción en Dinamarca, en un período en que se persiguió activamente a las brujas (recordemos el interés por el tema en Dinamarca, que ya había dado pie a la magnífica Häxan de Benjamin Christensen).
Se dice que fue montada en doce días, y rodada en precarias condiciones, pero nadie lo diría viendo el resultado final, una portentosa narración de una belleza extraordinaria, mereciendo mi elogio todos los participantes en el film: desde la magistral puesta en escena de Dreyer a la fotografía de Karl Andersson, pasando por la imponente banda sonora de Poul Schierbeck, con el recurso al terrorífico himno latino “Dies Irae”, o el trabajo de vestuario (esos blancos combinados con el negro que luce Anne) y de diseño artístico. Y, por supuesto, un cuarteto de intérpretes en estado de gracia: la bellísima e inquietante Lisbeth Movin, como Anne, que nos transmite una imagen seductora y magnetizante, con un aire felino que nos puede recordar a la mejor Simone Simon;
Preben Lerdoff Rye, como Martin, su hijo adoptivo y amante (al que volveremos a ver en Ordet en el papel de Johanness);
Thorkild Roose, como el vetusto reverendo Absalon Pederssøn;
y Sigrid Neiiendam, como Merete, la intolerante y dominante madre de Absalon.
Sin olvidar, por supuesto, a Anna Svierkier como la bruja Herlofs Marte.
El argumento es sencillo, pero está contado mediante el uso de brillantes recursos visuales. Así, después de la letra (en un pergamino) y las notas del “Dies Irae” (que Dreyer quería que sonaran atronadoras en las salas de cine, al máximo volumen posible), vemos como una mano firma un documento acusatorio contra Herlofs Marte. A continuación, la acción nos muestra a la supuesta bruja en su casa atendiendo una clienta, que ha ido a buscar hierbas medicinales, mientras se oye in crescendo, fuera de campo, cómo una multitud grita amenazante (inteligente manera de ahorrarse los extras necesarios). Mediante un apabullante plano secuencia vemos cómo Marte huye a través del corral.
Marte buscará la protección de Anne, recordándole que su madre era una bruja y que si no fue condenada fue porque Absalon la protegió para poderse casar con ella, ya que la condena de la madre hubiera supuesto probablemente también la de la hija. Anne deja que se esconda en la buhardilla, pero pronto será cazada por los perseguidores (el miedo de Marte ante sus perseguidores en el desván, como una rata acorralada, me recordó un momento similar de la languiana M, cuando Peter Lorre es atrapado en un ambiente parecido).
En paralelo a las torturas, juicio y, finalmente, ejecución en la hoguera de Marte (lanzada a las llamas atada en una escalera, una imagen terrorífica),
que no consigue que Absalon la proteja a pesar de sus amenazas, asistimos a la llegada del hijo de Absalon, Martin, que es mayor que su madrastra, y a la rápida atracción que sienten el uno por el otro,
mostrada por medio de las miradas y de los paseos que la pareja realiza por los alrededores, en una comunión que hermana naturaleza y deseo. Como en Glomdalsbruden, la relación se muestra dotada de una carnalidad que no deja dudas del amor que se profesan.
Anne, que ha escuchado de forma inadvertida como Marte calificaba a su madre de bruja ante Absalon, empieza a dudar sobre si ella misma tendrá esos poderes mágicos. Una noche invoca a Martin, al que desea, y este aparece (uno de los momentos más bellos e inquietantes del film), besándose por primera vez y saliendo a dar un paseo nocturno durante el cual se tienden en la hierba (y ella le pide que la tome y que le haga feliz, algo que le ha pedido poco antes a Absalon sin obtener respuesta).
Absalon, por su parte, vive en el remordimiento de haber condenado a Marte, cuando, en cambio, protegió a la madre de Anne por interés propio. A su vez, Merete, que nunca ha visto con buenos ojos a la joven esposa de su hijo (con el que mantiene un vínculo extremadamente protector y algo castrante que la convierte en una especie de madre hitchcockiana), empieza a sospechar de la relación entre su nuera y su nieto. Anne está más feliz que nunca, canturrea cancioncillas y trabaja en un pequeño tapiz donde se ve representado una mujer con un niño de la mano, quizá ese hijo que el viejo Absalon no ha podido darle, con lo cual no solo le niega el placer carnal sino también la posibilidad de ser madre.
Dreyer vuelve una vez más a jugar con el montaje paralelo de dos secuencias que se interrelacionan fatalmente. Por un lado, Absalon ha de dar la extremaunción a su colega Laurentius, que ha dirigido las torturas contra Marte y que fue maldecido por esta. Por otro lado, Anne vuelve a poner a prueba sus presuntos poderes pensando en lo que sería de su vida con Martin si Absalon muriera. Este, en el camino de vuelta a casa, durante una noche de tormenta, sufre un vahído. Luego, ya en el hogar, su mala conciencia le hace disculparse ante Anne por no haber pensado en ella, no haberle pedido el consentimiento para el matrimonio (una vez más en el cine de Dreyer, se obvió la voluntad de la mujer, con un estatus inferior ante la decisión de los hombres y mucho más si estos son miembros de la Iglesia).
Pero Anne no acepta la disculpa. Reconoce haber deseado la muerte de Absalon en muchas ocasiones y le confiesa, para herirlo en lo más profundo, su relación amorosa con Martin. Absalon no soporta la revelación y muere.
Aunque Martin parece inicialmente dispuesto a negar que Anne pueda ser considerada una bruja, la acusación directa y contundente de Merete frente al féretro de Absalon, junto a su mala conciencia por haber engañado a su padre, le hace cambiar de idea.
Se separa de Anne, la deja sola e indefensa ante la grave acusación, sin que nadie la apoye. Perdida la razón de vivir, la esperanza de iniciar una nueva vida con Martin, Anne confesará haber actuado por medio de sus poderes mágicos en la seducción de Martin y en la muerte de Absalon (¿porque realmente lo cree o simplemente como una forma de suicidio indirecto?).
Su suerte está echada. La película no hace falta que nos muestra el juicio y la condena: sabemos que morirá quemada por bruja. Suena de nuevo el “Dies Irae”, y la película se cierra con una cruz latina que se convierte en una cruz sepulcral, como un símbolo de la muerte. Esta vez, a diferencia de lo que sucede en Vampyr (y después en Ordet) la muerte vence a la vida.
Apoteósico final, de una belleza difícil de superar (aunque Dreyer la superaría en sus dos últimos films). Pero, como en ocasiones anteriores, la película fue mal recibida por la crítica. Algunos comentaristas dicen que por prudencia, porque se podía llegar a interpretar que ese clima de persecución de la brujería era comparable a la ocupación alemana, por lo que era preferible ahorrarse los elogios. Habiendo podido comprobar en mi infancia y juventud los procesos paranoicos que conlleva la censura, podría ser que algo de esto hubiera habido. En todo caso no sé cuáles serían los motivos, pero dieron muestra, una vez más, de una gran miopía, porque se trata de un film magnífico, cuidado en sus más mínimos detalles, y todo ello hecho en las peores condiciones.
Tan malas eran esas condiciones, que Dreyer huye a Suecia a finales de 1943, donde rodará su siguiente film, Två människor.