El caso de Drácula (Dracula), de John Badhan rodada en igual año, es algo distinto, ya que es Universal la productora que realizaba el remake de la cinta de Browning, y ello ya implicaba un cierto grado de respeto por el tema. Más que destinado a un público elitista, aquí se pensó más en el aficionado al género. Es por esto, principalmente, por lo que el filme se esperaba como un auténtico delirio gótico, un derroche de poesía visual. Y lo cierto es que no defraudó.
Basado en un argumento de W. D. Richter, cuyo único pecado es haber ignorado toda la introducción alucinante de Transilvania, la cinta volvía a plantear con encomio las letras del irlandés, vía adaptación teatral de Deane y Balderston, recreando toda una espesa telaraña de amenazas nocturnas, un terciopelo negro de imágenes y sonidos totalmente subyugantes. La novela volvía a ser la protagonista principal, licencias aparte, y nuestro personaje central, excelentemente interpretado por un Frank Langella asombroso, sí que resurgía como el auténtico rey de los vampiros; detalle este necesario desde que Christopher Lee colgó las botas. Aunque Richter no sólo se apoyó en la inmensa creación de Stoker, sino que parece haberse valido de las contribuciones del autor británico Fred Saberhagen a la literatura de vampirismo, comenzando con su obra titulada La voz de Drácula, donde el personaje se presentaba como un ser que padecía los problemas de verse sumido en otra dimensión, amenazante para la raza humana, pero no necesariamente perversa. Y es por ahí por donde se cuece la personalidad del filme en su vertiente argumental, ya que por primera vez el vampirismo no sólo se capta desde fuera, o sea bajo la visión de la víctima espectador, sino introspectivamente, bajo la mirada del vampiro espectador. Por ello, Mina acepta la proximidad de Drácula de manera voluntaria, al igual que en la cinta de Robert Siodmak, sin los trances hipnóticos que caracterizaron siempre los ataques que precedían a la mordedura. Existe, eso sí, un hechizo envolvente, mágico, pero la aceptación de dicho status para Mina resulta innegable e innegado por las últimas imágenes de ella, que sonríe de manera sospechosa con un final que no parece tal.
Aquí vemos al conde de manera distinta. A ojos de Van Helsing, Harker y demás, se trata de un auténtico diablo que emponzoña las almas de sus víctimas; en tanto cuando Mina y Drácula se encuentran para cenar en el castillo, notamos subjetivamente cómo un espeso, extraño y profundo amor va naciendo del contacto. Vemos al vampiro como un ser solitario que padece un mal que lo aleja de los humanos; no puede convivir con ellos. Ha de sobrevivir en un mundo de sombras y polvo, pero que no le impide el sentimiento del amor, por incongruente que parezca: «Si en algún momento mi compañía no le agrada sólo usted tendrá la culpa de conocer a una persona que rara vez impone su presencia, pero de la cual es difícil librarse». Estas palabras, sabiamente vertidas, vienen a poner de manifiesto, en suma, la ambivalencia de la relación afectiva; la mezcla de amor y dolor que existe en todo compromiso de esta índole. Las frases de reclamo quedan bien explícitas: «A lo largo de la historia un nombre ha inspirado horror y deseo a la vez». En esta planificación de deseos peligrosos, me sigue pareciendo exquisita la secuencia de Mina entrando en el impresionante y gótico castillo, caminando en su salón con la toma en picado, con una inmensa telaraña por delante y viniendo a colocarse bajo la araña situada en ella, reflejando la amenaza latente, el horror del cambio y todas las consecuencias posteriores. Aquí será el espectador quien tome la decisión de con qué bando habrá de quedarse.
La dirección artística de Brian Ackland acierta a pulsar las teclas que ya tocaba Charles D. Hall en los años treinta, configurando un entorno ambiental asombroso para la intencionalidad de la época. Los goticismos del texto se ven sabiamente planificados, y al no existir la introducción atmosférica de Transilvania, todos los tintes siniestros se verán recargados en Inglaterra, donde la famosa abadía abandonada que compra el conde queda sustituida por un espectacular castillo, con unos interiores barrocos y deliciosamente aderezados con todo tipo de detalles escultóricos que beben de la más siniestra vena del género. Claro que todo ello se ve potenciado por la labor de Gilbert Taylor, cuya excelente fotografía, por el tratamiento del color, fortalece esencialmente los numerosos y bellos nocturnos que muestra la historia; al menos en la edición original que vimos en su estreno. Las últimas ediciones aparecen con un color apagado, casi en blanco y negro en algunas secuencias, por decisión de Badham que, supongo, deseaba aproximarse más al molde de Browning. Craso error, a mi forma de entender, ya que la diferencia es notable para el que ha podido llevar a cabo una comparativa.
Gran parte de la estética expuesta se apoya en la directa inspiración de los grabados clásicos que acompañaban la primera edición de la novela original. Las primeras imágenes del murciélago volando como si de otra dimensión llegara, acercándose al castillo, es una advertencia de los matices descriptivos del personaje central, y ya se percibe igualmente la plástica solemne que acompañará sus pinturas. También desde los inicios, la música de John Williams, inolvidable composición plena de énfasis clásico, peina con vigor y elegancia los momentos claves del desarrollo de la trama.
El aspecto físico de este Drácula interpretado por Langella rehuye todo efectismo monstruoso tipo Nosferatu, aproximándose a un look más lugosiano, al mundo de gestos y miradas. Aunque Langella no posee la siniestra espectralidad de Lugosi, su aureola infernal envolvente, ni tampoco goza del físico imponente ni la dureza expresiva de Christopher Lee, hay un cierto magnetismo, un extraño aura, que emana de su personaje. Él es sutil y elegante, capaz de bailar el vals más adecuado, aunque no por ello deja de protagonizar algunas secuencias en las que la violencia es el eje —muerte de Renfield, por ejemplo—, recordándonos de nuevo su ambigua situación víctima monstruo.
Peter Robb King confecciona su maquillaje partiendo de unas premisas básicas: rehuir el aspecto monstruoso del conde para integrarlo más sabiamente en sociedad; y plasmar como contrapunto las vampiras más monstruosas del cine, para expresar el horror de la mirada exterior al mundo del vampiro. Este juego plástico se potencia aún más con la incursión de unos efectos especiales adecuados para la época. Roy Arbogast se atreve a suplir las sugerencias browningianas con todo tipo de transformaciones en lobo y murciélago —preciosa la imagen del conde saltando por una ventana, captada en perfil, y apareciendo como lobo por el lado exterior—, haciéndolo surgir de la nada o recreándose en efectos tan bellos y notorios como el murciélago quemándose por la acción de la luz solar. Sin embargo, el desenlace se mostrará más comedido de la cuenta, recreándose sólo levemente con la descomposición final.
Frank Langella deviene un Drácula excelente, siendo ayudado notoriamente por su físico de considerable estatura. Heredero de las buenas formas de los Lugosi, Carradine y Lee, y bastante más idóneo e identificado que los Palance, Jourdan y Hamilton. Junto a él, Laurence Olivier incorpora un Van Helsing shakespeariano, un tanto enfático, no consiguiendo arrebatar el cetro a Peter Cushing. Por otro lado, Donald Pleasance queda como un doctor Seward bastante peculiar y algo despistado. Los papeles de Mina y Lucy están cambiados respecto al texto original, y corrieron a cargo de Jan Francis y Kate Nelligan; la primera legándonos parte de las secuencias más terroríficas del filme, la segunda dejando constancia de uno de los más claros ejemplos de emancipación femenina en el género —recordemos: era el año de Alien, el octavo pasajero—, propiciando la idea central de la captación del vampirismo desde las dos esferas antagónicas.
Un adecuado despliegue de secuencias antológicas adorna la planificación de la obra, comenzando por la introducción de la llegada del barco maldito a las costas inglesas, de noche y en plena tormenta, con una tripulación horrorizada por el espanto que se les viene encima, hasta la persecución final, plena de virtuosismo con la puesta en escena de Badham. Todo ello, aderezado con detalles tan inquietantes como la primera aparición de Drácula en sociedad, o su reptar por la pared en dirección al dormitorio de la víctima, donde se rasgará el pecho para dar de beber su sangre, en un acto de fidelidad literaria ya expresada por Fisher con anterioridad. Aunque parte de los momentos más mágicos transcurren en la cena celebrada en el castillo, donde se apunta la filosofía argumental de la obra, y donde la plástica y la sensibilidad se exprimen con toda intensidad.