LA PUJANZA DEL GÓTICO
La nueva cita con el mito, dentro de la casa Hammer, vendría de la mano de Freddie Francis, excelente fotógrafo llegado a la dirección. Francis será responsable directo de Drácula vuelve de la tumba (Dracula Has Risen from the Grave, 1968), quien cuatro años antes ya había puesto su grano de arena en el universo frankensteiniano (The Evil of Frankenstein), y será, asimismo, el hombre que mejor aceptará las reglas del juego dentro de la serie inglesa, para pintar un lienzo típico de las coordenadas de la productora, gozando del enfoque más personal y agudo de todos los que habrían de venir por estas vías. Y es que si bien Francis es un realizador un tanto despreocupado, sin ese celo que caracterizó buena parte de la obra de Fisher (recordar ese cuidado casi matemático en la puesta en escena, y en la plasmación de los pequeños, y mas importantes, detalles circundantes), sí sabría entender la cinemática del medio, y sacar partido, por otro lado, a la audacia de unos conceptos que para algunos serían irreverentes, para otros heréticos y para la mayoría interesada, sencillamente necesarios. En estos matices definitorios, la impregnación de un sentimiento poético, enlazado con la mejor tradición del cuento de hadas, y con un cierto pero lejano look a lo Universal, haría que su obra se adentrara en los senderos del cuento mágico de terror.
El argumento goza en esta ocasión de todos los favores del estilo de John Elder, que probablemente nos legue la mejor historia del famoso conde fuera del contexto de las adaptaciones a la novela. Así, el esquema narrativo partirá con un prólogo que habría acontecido en los dominios de existencia de la anterior cinta, con un campanario profanado por el ataque del vampiro a una mujer, conseguida secuencia del sacerdote descubriendo el cuerpo que cae del interior de la campana. Un año después, otro sacerdote, monseñor de la comarca, preocupado por sus feligreses acudirá al pueblo, descubriendo el desinterés de los aldeanos por los oficios religiosos, y subirá hasta las montañas en busca del castillo de Drácula para exorcizarlo. Pero los designios del destino se bifurcan consintiendo que el otro sacerdote, temeroso de las circunstancias, se rezague y permita, al accidentarse, romper el hielo que mantiene al vampiro preso y con su sangre otorgarle continuidad a su terrible existencia. Durante el transcurso de los acontecimientos, el conde descubrirá su castillo sellado por una gigantesca y dorada cruz, y apoderándose de la voluntad del sacerdote buscará un destino de venganzas en la aldea del clérigo exorcista. Pero tras un buen número de tensas incidencias todo volverá hacia el castillo, donde nuestro vampiro conocerá la muerte más innoble para un ser de las tinieblas, quedando empalado en la citada cruz.
La obra se favorecerá por la inclusión de un buen número de acordes que contribuirán a una visión algo distinta a la observada hasta el momento. Incluyendo unos trazos totalmente originales, pero sin alejar al personaje del clasicismo básico que lo define. Y es que este macabro cuento de hadas, esta veraz y a la vez onírica plasmación de la amenaza espiritual y física de Drácula, es lo que le confiere, por mediación de todo un muestrario de secuencias reveladoras, un lugar de privilegio dentro del fantástico. Es, además, el sabor del impacto visual y de la captación de una sensibilidad que nace tanto de un tratamiento eminentemente poético del mito, como de una reflexión seria sobre la evolución de este.
En la trama observamos dos ambientes definidos a la perfección, en los que la simetría del personaje central sabrá conjugarlos notoriamente. En sus inicios, encontramos la iglesia como símbolo del bien y la seguridad y, de manera antagónica, el castillo del vampiro, auténtico recinto del mal, temido por todos los lugareños. Veremos la gótica fortaleza desde fuera, en planos generales y más cercanos, pero siempre tomados desde el exterior. Ninguna toma nos regalará las oscuridades interiores, pero nuestra imaginación siempre apuntará hacia una especie de gigantesca y obscena capilla negra, muy alejada del estilo imperante en la Hammer. Estos dos locales se verán significativamente violados: la iglesia resultará lacrada por el acto vampírico, propiciando el abandono de los aldeanos; mientras que el castillo sufrirá un exorcismo y quedará sellado por la simbólica cruz, motivando el rechazo y la consiguiente ira del conde. Para acceder desde un punto hasta el diametralmente opuesto, tenemos las montañas de Transilvania, peligrosas, bellas y llenas de amenazas. Y será en el tránsito donde uno de los sacerdotes quedará herido en la cabeza, ayudando con ello a que puedan consumarse los designios diabólicos de las tinieblas. En la siguiente etapa, el binomio iglesia-castillo (los símbolos antagónicos persisten) queda sustituido por el hogar del monseñor, recinto del bien, y por los impresionantes sótanos de la taberna local; apartado lugar que sirve de circunstancial cubil para el vampiro. Ambos volverán a ser paralelamente violados: María, la sobrina del sacerdote, resultará mordida en su alcoba, mientras que Drácula será descubierto en su ataúd, peligrando su existencia por un infructuoso ataque por parte del novio de la chica. Y también aquí existe la comunicación entre los dos entornos antagonistas; detalle que puntualiza los hermosos y no menos peligrosos tejados que, a la manera de intrincados pasadizos, unen el hogar con la taberna. Y de nuevo aparecerá un personaje, el monseñor, herido para favorecer la empresa del mal.
El desenlace posee unos toques premonitorios con la incorporación de Paul, el novio de la chica, que luchando por su seguridad se enfrentará al mal, perdiendo casi la vida en su intento. Al final, la metafísica reaparecerá, elaborando el cierre más bello y simbólico que he podido captar en una cinta del género, en el que Drácula caerá desde el castillo hasta empalarse, milagrosamente, en la cruz que su víctima había arrojado antes al vacío: agonía insuperable para el príncipe de las oscuridades, que se desintegrará dejando solamente una cruz chorreando sangre y una capa esparcida por los suelos.
ALEGORÍA POÉTICA PARA EL DRÁCULA MÁS ICÓNICO
El altisonante y siniestro cuento posee además localizados aciertos de belleza argumental; como es el caso del aldeano que explica el hecho de que nadie vaya a la iglesia porque la sombra del castillo, al atardecer, se posa sobre ella. No podíamos soñar con una metáfora más bella y mágica. Por otro lado, existe la controversia de la lucha de fe a lo largo de toda la trama. Ante la claridad y pureza de ideas del monseñor y de Drácula, en polos opuestos, nos topamos con la ambigüedad de un sacerdote poseído por el vampiro y que se degrada sirviéndole (grado sublime de audacia); y el de un joven enamorado de la protagonista que, siendo ateo, y repudiado por el tío de aquella, será llamado por este para que luche por el triunfo de su propia religión: el amor puro. Los caracteres se tornan ambiguamente enriquecidos, envueltos, eso sí, por el maniqueísmo imperante en su fondo.
Significativa, y parece que para algunos conflictiva, resulta la secuencia en la que a Drácula le clavan una estaca en el corazón en los sótanos donde se oculta, sin que el hecho tenga efecto debido a no haberse realizado con total fe, al faltar la oración que acompañe el acto. Este detalle innovador permite, de entrada, acumular una tensión increíble, ya que ninguno de los dos afectados puede rezar. Paul por ser ateo, y el sacerdote subyugado por verse espiritualmente impedido por el vampiro. Pero la verdad es que todo ello viene a significar el fortalecimiento de un mito que, con el paso del tiempo, se ha visto descaradamente más rebelde y osado. Este detalle ha sido utilizado con asiduidad por el cine posterior, siendo plenamente aceptado incluso por aquellos que, otrora, repudiaron la originalidad de Francis.
En un mar de secuencias compuestas con un gran sentido plástico, que parte desde la excursión y exorcismo del castillo, hasta el bellísimo desenlace en la cruz (simbolismo religioso), el lirismo del realizador nos conducirá a momentos de inolvidable factura. La imagen de Drácula, rebosante en maldad, tanto en sus apariciones en los sótanos como en los tejados, constata el fortalecimiento visual del mito. Y para ello, la ambientación de Bernard Robinson se nos ofrece algo distante de sus anteriores incursiones temáticas, barajando con gran énfasis elementos de puro terror gótico: castillo situado en lo alto de las montañas, incomunicado y solo accesible por escalada, acertadísimo en su concepción simbólica y jerárquica; el cementerio donde el conde se apodera de su ataúd de viaje, robado por cierto a una ajusticiada por vampirismo; los inquietantes y sombríos sótanos; las callejuelas oscuras y perdidas; los siniestros bosques que envuelven a la víctima; los alucinantes y surrealistas tejados; y, en fin, el competente uso del paisaje, su belleza absorbente y su sentido irreal de la acción. La excelente fotografía de Arthur Grant estampará, bajo el celo de Francis (no olvidemos sus orígenes técnicos) un cromatismo totalmente aislado en el contexto general del estilo Hammer, mediante el uso de filtros de colores, sabiamente dosificados en las secuencias claves, propiciando un aire onírico diferenciador. Y la verdad es que hasta la composición de James Bernard, marcando los ritmos con su habitual firmeza, se torna original redondeando unos logrados y ambientales acompañamientos, que finalizan con la inclusión de ciertos toques religioso-navideños, como las campanas, en la muerte del vampiro, acentuando el carácter antibíblico y mágico de la narración.
Christopher Lee aparecería aquí más alto que nunca, por el uso de plataformas, con unas mechas blancas adornando su cabellera, e irrumpiendo con fuerza en los fotogramas, ayudado de un maquillaje acertadísimo (obra de Rosemary McDonald, Heather Nurse y Wanda Kelley), incluyendo el uso de lentillas con venas rojas, que acentuarían la excitación y su ira en las situaciones extremas, y quedaría, con la ya habitual incorporación de la capa con envés rojo, con una apariencia de gran pujanza estética, que aunque plena de elegancia y sensualidad, no resultaba exenta de su característica fiereza. Los lirismos de la narración lo ayudarían a recrearse con las situaciones, sacando bastante partido de su estampa y sus buenas maneras (recordar la bella impronta de la figura recortada en los tejados, junto a su ataúd en los sótanos, en aquella fulgurante y gótica salida del dormitorio de María, o, por cerrar cita, los espasmos de agonía (ojos que lloran sangre), sólidamente filmados por Francis en el desenlace). Creo que nadie, excepto Fisher, ha sabido captar tantos matices en este insigne actor. Junto a él, Veronica Carlson, en el papel de María, vuelve a surgir como una de las auténticas damas del fantástico. Su escandalosa belleza permitirá que, aún hoy en día, sigamos echándola de menos. Los dos sacerdotes serán interpretados por Rupert Davies, monseñor, y Ewan Hooper, el sirviente de las sombras, y aderezarán, con sus creencias y dudas, todo el tapiz de abstracciones y complejidades que caracteriza la obra.
Pero si por algo resulta original esta aproximación al mito, goticismos y estética aparte, es en esencia por la audacia argumental con las temáticas de la religión y la sexualidad. Primero, por concebir la enorme broma transgresora de plantearnos a un servidor del vampiro, como hemos visto, sacerdote. Pero el argumento no se contenta con este grado de osadía, sino que infunde al Don Juan de la noche un aroma irresistible para con las contaminadas por su beso diabólico. Él representa la perversión en todos sus aspectos, y hay dos secuencias que refuerzan el apunte: inicialmente, su primera víctima femenina le pedirá más, en un intento de absorber en su plenitud el vampirismo pasivo, y el personaje de María, de caracteres netamente inocentes, al ser mordido por el conde, arrojará de su lecho de forma significativa su muñeca de trapo, en un alarde explícito de inocencia perdida. Y a partir de ahora, estos detalles, ya sutilmente iniciados con Fisher, tendrán vía libre, marcando el estilo venidero de la Hammer, aunque en ocasiones habrían de desembarcar en el puerto de los excesos injustificados. Por otro lado, existe una clara potenciación de la simbología del bien y del mal, ya que a la resistencia a morir del vampiro, se le opondrá en final más rotundo: la gigantesca cruz, cierre definitivo de esta epopeya vampírica.
Drácula vuelve de la tumba puede que no supere al Drácula de Fisher (creo que algo realmente difícil de conseguir), pero estoy absolutamente convencido de que se trata de un producto tan exquisito como Drácula, príncipe de las tinieblas, que no es poco, superándolo, incluso, en algunas facetas. Y es que esta tercera entrega, probablemente la más clásica y mejor ambientada de la serie, compone con las dos anteriores una trilogía de gran contundencia histórica, emulando felizmente los hallazgos de aquella otra inolvidable protagonizada por Boris Karloff en el mito del monstruo de Frankenstein, de la que hablaremos en la segunda parte de esta obra. Por ello, el paso siguiente se habría de notar sensiblemente, ya que El poder de la sangre de Drácula (Taste the Blood of Dracula, 1969), dirigida por Peter Sasdy, otro asiduo de la Hammer, habría de quedar argumentalmente, más que en conceptos estéticos, inferior a lo glosado con anterioridad.