Hombre, de alguien que elucubra el videojuego como arte a la altura de la plasticidad de un Tintoretto cualquiera, uno espera un poco de corrección y argucia lingüística para defender tan noble postura.
En fin, márchome a la partida de backgammon en el club de polo, con un oporto calentándose en mi aristocrática mano mientras compañeros de fatigosas charlas practican su revés en una Nintendo Wii.