Hoy hice una de ésas con las que me deleito: ir a ver un filme virgen de información sobre el mismo, empero especialmente atento a lo que asisto puesto que he sido supuestamente avisado de ello. He ido a ver El árbol de la vida, lo nuevo de Terrence Malick, película aspirante a llevarse mi particular puesto de película del año.

El árbol de la vida ofrece lo que muy pocos largometrajes conmemoran en nuestros días. Malick pinta un cuadro en pleno siglo XXI sobre la creación de la vida y el crecimiento en ésta. Es la enésima demostración de que el cine es arte. Terrence se sitúa a la altura de Fellini u otros realizadores que le siguen quedando grandes en comparación por esa constante llamada tiempo que pone a cada uno en su lugar. El carácter artístico de la película se evidencia en la controversia que recrea en el total de espectadores que asisten a la sala de cine. Curioso cuanto menos que donde uno ve un retrato pretencioso y vacío, otro encuentre justo lo contrario. Sin lugar a dudas, es cine de intenciones, que requiere del intelecto para darle una forma a todas las ideas que se lanzan en las casi dos horas y media de metraje. Un intelecto que es capaz de sumirte en el colmo del espectador, que termina dirigiendo (que no digiriendo) la película y potenciando su desenlace cuando más le plazca, o lo que es lo mismo, abandonando la sala cuanto antes para salir a dar rienda a sus opiniones más instintivas. Hay quien dice que más que una película, esto es una experiencia. Es una sublime descripción que avisa al espectador de que la sala de cine es el lugar adecuado para contemplar esto.

Si me pedís una descripción cinematográfica para hacer comparaciones aquí la tenéis. El árbol de la vida es como si Malick hubiese realizado este filme después de haber visto la genial Planeta Tierra de la BBC y los visualmente potentes documentales de Godfrey Reggio. Eso le vale para llevar a cabo una de las dos tramas que sirven de soporte al largometraje. La otra es el puro estilo Malick: personajes que realizan constantemente visiones introspectivas sobre su existencia. Concretamente en esta segunda trama, el autor se centra en una familia estadounidense de los 50 que se cría bajo el conservadurismo católico del padre (Brad Pitt) y que describe a la perfección (en mi modesta opinión) cómo es la infancia y convivencia de un niño en ese seno. A todo esto le pone banda sonora un inspiradísimo Alexandre Desplat que se complementa con la cámara de Malick, quien narra las acciones desde planos poco usuales valiéndose de un gran angular que nos proporciona una vista distinta que bien podríamos emplear como avatar para sumergirnos en la película dentro de el alma de uno de los críos.

El cine de David Lynch me enseñó a no tener que contestar a todas las preguntas que una película lanza. El cine no siempre es un arma de respuestas. Por eso quizá he disfrutado más de esta obra. Empero eso no impide que el final de ésta me haya sumergido en una constante decepción de apenas 10 minutos que, en mi opinión, no aspereza el resto del contenido. No es un cine lineal, el supuesto desenlace no iba a darme más respuestas que el inicio y yo no se la pido, pero sí que admito que la conclusión de El árbol de la vida no es de mi agrado. Sin embargo, aúpo mis intenciones de que vayáis al cine a verla aquellos que queráis que el cine os ofrezca algo más que el mero entretenimiento “hollywodiense”. Aun así, no puedo venderte mi experiencia, es algo intransferible y tan incuestionable como la de todos las que la tachan de un comistrajo cinematográfico con tintes religiosos. Malick no te vende la fe de Dios, ni siquiera el ateísmo. Malick te vende la capacidad del cine como un medio capaz de transmitir experiencias, incluso místicas.