Boccaccio '70 (Bocaccio ‘70, episodio "Le tentazioni del dottor Antonio", 1962)
Boccaccio ’70 es un film de episodios, colectivo, con cuatro directores, algo muy en boga en los años 50 y sobre todo 60, en especial en Italia (de hecho, ya vimos la participación de Fellini en L’amore in città y volveremos a verlo en la posterior Histoires extraordinaires/Tre passi nel delirio). Con producción de Carlo Ponti (de ahí probablemente la presencia de Sofia Loren en uno de los segmentos), y con la participación de Cineriz, la productora de Angelo Rizzoli (que fue el productor de La dolce vita mediante la empresa Riama Film), Boccaccio ’70 parece invocar desde el mismo título la tradición de los cuentos de “El Decamerón” de Boccaccio, con un toque de modernidad simbolizado en esa apelación a 1970 y en el uso del color. La película pretendía en cierto modo protagonizar un gesto de denuncia de la censura (aunque más bien, creo yo, el objetivo era atraer al público con el reclamo de los cuentos eróticos, en un momento en que había una demanda creciente de poder ver reflejada en la pantalla la temática sexual, aprovechando un cierto relajamiento de la férrea censura de origen católico). En todo caso, el erotismo en sentido estricto del film es escaso, aunque la trama delos episodios gira en torno a las relaciones u obsesiones amorosas o sexuales, de un tipo u otro.
Aunque se pretendió contar también con Antonioni y Rossellini, al final el elenco de directores se redujo a cuatro. Los episodios son, por orden de aparición en el film: “Renzo e Luciana”, un romance amoroso con contenido social, de Mario Monicelli, el menos conocido de los cuatro, al menos hoy en día, aunque por entonces había realizado ya algunas magníficas películas como Rufufú (I soliti ignoti) o La grande guerra; “Le tentazioni del dottor Antonio”, una fantasía de Fellini, que comento después; “Il lavoro”, una peculiar relación marital en el seno de una familia de la aristocracia, de Luchino Visconti, que venía de dirigir la espléndida Rocco e i suoi fratelli; y, finalmente, el segmento más populista y, para mí, menos inspirado, “La riffa”, de Vittorio de Sica, a mayor gloria de Sofia Loren (tengamos en cuenta que De Sica había dirigido poco antes a la Loren en la celebérrima Dos mujeres (La ciociara)).
El resultado es un film muy largo, de algo más de 200 minutos. Al parecer se comercializó en un principio sin el episodio de Monicelli. Disponemos de la copia íntegra en BD, editada por Layons de calidad aceptable (anteriormente hubo una edición en DVD, creo que de Manga, deficiente sobre todo en la banda sonora). Se cuenta que el episodio de Fellini duraba inicialmente 90 minutos, pero las presiones de Rizzoli llevaron al director a cortarlo hasta su metraje actual, de 54 minutos de duración. Por mi parte, en esta ocasión me centraré en exclusiva en el comentario del segmento de Fellini, pero animo a ver los otros tres y, si queréis, a comentarlos también en este hilo.
Aunque el guion, de Fellini con Flaiano y Pinelli, y la colaboración de Brunello Rondi y Goffredo Parise (o sea, hasta cinco personas implicadas en su elaboración), se gestó con mucha rapidez, el rodaje en cambio se prolongó durante seis meses, más tiempo del empleado en La dolce vita, debido al uso del color. Le tentazioni… es la primera experiencia de Fellini con el color, cambio que tendrá una importancia capital en su obra (de hecho, solo volverá a utilizar el blanco y negro en Otto e mezzo, película a la que ya estaba dándole vueltas en aquellos días). Según detalla John Baxter en su biografía de Fellini, el director se sorprendió al comprobar el amplio abanico de posibilidades que le ofrecía el color, pero tuvo muchos problemas técnicos. Coincide en el tiempo con su descubrimiento de la obra de Carl Gustav Jung, lo que le llevó a partir de ese momento a acentuar su interés por el mundo de los sueños. Así pues, con Le tentazioni… Fellini deja definitivamente atrás lo real para zambullirse de pleno en el mundo de la fantasía. Si lo fantástico había ido apareciendo tímidamente en sus films anteriores, ahora pasará al primer plano, algo para lo cual el color, lo abigarrado de los vestuarios y los estilizados decorados jugarán un papel esencial.
Con el título, el episodio parece remitirse a un tema clásico de la iconografía cristiana, el de las tenciones de San Antonio, que Gustave Flaubert convirtió en novela. Pero el Antonio Mazzuolo (un histriónico Peppino de Filippo, al que ya conocimos en Luci del varietà, en un papel contrapuesto a este) no es un santo, sino más más bien un carca (de negro y con su bigotito, estampa que nos resulta desgraciadamente familiar si pensamos en nuestro propio pasado… y quizá también en nuestro presente),
un intolerante moralista ultramontano, azote de cualquier desviación de la moral católica, del orden social, en particular de todo aquello que afecte al sexo, por ejemplo persiguiendo parejas demasiado efusivas que aprovechan la noche para dejarse llevar en el interior de los coches, o interrumpiendo representaciones teatrales donde las mujeres muestran “sus encantos”. Beato, meapilas, amigo de las jerarquías eclesiásticas, en suma, un reprimido, que además gusta de ejercer el tutelaje de un grupo de boy scouts, de resonancias fascistas (más bien parecen la Balilla mussoliniana). Da la impresión de que Fellini simboliza en Antonio esa Italia que le criticó su anterior film. El patriotero Antonio nos hace recordar que una de las acusaciones que recibió la denostada La dolce vita fue la de ser “no italiana”. Es probablemente la vendetta felliniana.
La historia del Dr. Antonio nos la cuenta una especie de diablillo con aspecto de niña pequeña, una suerte de cupido demoníaco. Nos presenta la Roma del momento, frívola y despreocupada (en donde se aprovecha el marco del EUR para el rodaje de un péplum), que contrasta con la sobriedad, la adustez, de Antonio y su círculo “negro”. Para reforzar la presentación del personaje, Fellini se sirve de un recurso propio del cine mudo (aquí sí que hablaría de slapstick), en el que, en blanco y negro y con la imagen y la banda sonora aceleradas, vemos como Antonio amonesta a una voluptuosa mujer a causa de su generoso escote, hasta el punto de abofetearla, lo que le gana el aplauso de sus correligionarios.
En un momento posterior, en el que Antonio dirige la ceremonia del reparto de medallas a los boy scouts (aquí Fellini se permite un guiño al otorgar a los premiados nombres como el de Otello Martelli, que es el director de fotografía de muchos de los films de Fellini que hemos visto hasta ahora, o Rodolfo Sonego, que era un conocido guionista italiano), que tiene lugar en un descampado frente al edificio donde vive el protagonista,
el discurso de Antonio se ve interrumpido por la irrupción entro del plano de grandes máquinas y de una legión de operarios. El motivo es la instalación de un gigantesco cartel publicitario,
en que una seductora Anita Ekberg invita al consumo de leche, acompañada de una alegre, pegadiza y traviesa musiquilla (de Nino Rota, claro) que anima a beber el blanco element: “Bevete più latte, prodotto italiano”.
Escandalizado, Antonio intentará sin éxito evitar la erección del cartel, ante la irrisión de los presentes, que configuran uno de esos conglomerados de gente diversa tan fellinianos: curiosos, operarios, unos jóvenes religiosos con hábito, que hablan en alemán, un autocar lleno de músicos afroamericanos, etc. Una masa confusa, pero entusiasmada con la presencia de la foto de Anita.
Antonio iniciará su cruzada particular ante la autoridad religiosa (que acaba por no hacerle caso) o mediante cartas o artículos en los periódicos. Hasta que una noche, el cartel, que tiene permanentemente a la vista desde las ventanas de su domicilio, empieza a transformarse, adoptando la Anita de la foto todo tipo de gestos burlones y desafiantes.
La noche se convierte en una pesadilla cuando Anita sale del cartel, conservando su dimensión gigantesca, y empieza a pasear por el EUR y a jugar con el diminuto Antonio.
Quizá esta parte se alarga en exceso, quizá el tema no da para tantos minutos, aunque no deja en ningún momento de ser divertida. Anita recuerda el aspecto de una especie de King Kong con forma de mujer, mientras Antonio nos hace pensar en Fay Wray en manos del gigantesco simio. Cuando Anita adquiere una dimensión humana, Antonio parece dejarse llevar por el deseo, pero cuando la actriz, de nuevo agigantada, inicia un striptease (deudor del de Gilda), el dottor intenta evitar que los espectadores lo veamos (en un detalle metacinematográfico, efectos que cada vez estarán más presentes en la obra de Fellini), desnudándose él mismo para intentar tapar la cámara con su ropa. Finalmente, transformado en un guerrero con armadura, de aspecto quijotesco, arremete contra la gigantesca Anita, que ha retornado a la valla publicitaria, matándola. Un cortejo fúnebre, compuesto por sus correligionarios, transporta, al grito de “Viva Mazzuolo”, un ataúd gigante, en una procesión que me ha recuerdo otra que veremos en I clowns. Aquí estamos de lleno en el mundo felliniano de los sueños, la fantasía, lo irreal.
A la mañana siguiente, han de rescatar a un Antonio en paños menores de lo alto del cartel, enloquecido. Se lo lleva la ambulancia, en cuya parte superior viaja el juguetón diablillo que nos ha presentado la historia, risueño y satisfecho con el resultado final de la historia. Antonio ha sido tentado y ha recibido su merecido. Ahora podemos beber la leche que nos ofrece la exuberante Anita sin que nos moleste el carcamal de Antonio, que es como decir que podemos gozar sin censura del cine de Fellini, un prodotto italiano.
Aunque se trata de un mediometraje quizá menor dentro del conjunto de su obra, un divertimento que tiene mucho de sátira vindicativa, a mí me encanta. Nos muestra ya en toda su extensión el sentido del humor felliniano del que hasta ahora habíamos ido viendo diversos ejemplos: obsceno, grosero, escatológico, excesivo, que va a ser característico de muchas de sus películas posteriores. Pero antes, la semana que viene, Otto e mezzo, un film singular, irrepetible, aunque copiadísimo.




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