Scarlet Street (1945)
Como años después con Human Desire, Lang recurrió a un film de Renoir (los destinos de ambos directores se cruzaron a menudo) para el primer proyecto de la productora Diana Productions, creada por el vienés, Walter Wanger y Joan Bennett.
Y como en Human Desire, Lang consiguió uno de sus mejores films, aunque sea difícil decidirse si el suyo es mejor o no que el de Renoir (me quedo con los dos). Aunque a nivel argumental son muy parecidos (ambos parten de un texto común, la novela “La chienne”, de Georges de La Fouchardière, filtrada por la adaptación teatral de André Mouëzy-Éon, obras que no he leído), aquí hay un trabajo evidente de ajustar la trama a un espacio (el Greenwich Village neoyorquino) y a un tono, el del cine negro norteamericano de los años 40, gracias al guion de Dudley Nichols (que ya había colaborado con Lang en Man Hunt; y, por cierto, con Renoir en Swamp Water y This Land is Mine).
Mientras Renoir se movía en el terreno del naturalismo y buscaba la sensación de realidad en su ambientación parisina, jugando con el sonido captado directamente de la calle, Lang encierra a sus personajes en una atmósfera de estudio, opresiva y sombría, más cercana a lo onírico, a lo pesadillesco, que a lo realista. Hay también una notable diferencia en la manera de componer las interpretaciones de los tres personajes principales. Aunque Robinson, como Michel Simon, también representa un cajero tímido, retraído, dominado por su mujer (con el delantal de flores nos recuerda al padre de James Dean en Rebel Without a Cause),
y fascinado por una “chienne”, aquí más sofisticada que en la de Renoir, aunque no pueda disimular la vulgaridad,
en el film de Lang el personaje evoluciona hacia la locura, en un final particularmente siniestro, en el que Chris Cross vive el infierno en la Tierra (recordemos que en los criss-cross, en los cruces de caminos, se creía que se aparecía el diablo), perseguido por la miseria y las voces de sus dos víctimas (algo nos hace pensar en Dostoyevski): las de Kitty, a la que ha asesinado con un picahielos (avanzándose unas décadas a Basic Instint), y del viscoso Johnny, al que han “frito” en la silla eléctrica, condenado por un crimen que no ha cometido.
Bennett como Kitty tiene más presencia que la Lulu de Janie Marèse, es una estrella y se nota, algo que en el film de Renoir se evitaba. Con todo, la actriz está espléndida, además de irradiar una belleza magnética.
También el Johnny de Dan Duryea está más adornado que el Dédé de Georges Flamant.
Pero esto no implica que la película de Lang sea mejor, sino que las intenciones y los medios de producción del cine hollywoodiense de los 40 eran muy diferentes al cine francés de principios del sonoro.
También destaca más que en el film de Renoir el papel que juegan los cuadros (pintados por John Decker, un pintor y caricaturista nacido en Berlín, amigo de Lang). Ese estilo naif (en la línea de Henri Rousseau, “Le Douanier”) impacta en pantalla, en especial el magnífico retrato de Kitty.
Lang cierra el film con un plano particularmente inspirado: un Chris convertido en un pobre vagabundo, que acaba de pasar por delante de la galería de arte donde se exponen sus cuadros, enterándose que el falso autorretrato de Kitty vale la enorme suma de 10.000 dólares, se aleja cabizbajo entre la multitud, gentío que, mediante un trucaje, desaparece de pantalla, condenado así el asesino a vivir permanentemente con la única compañía de las voces de sus víctimas.
A pesar de los elogios que le hemos dedicado al film, según el director indio Satyajit Ray, que colaboró con Renoir en The River, el director francés se refirió a este remake con estas palabras: “It’s a pity they had to remake it in Hollywood, and so badly”. Fuera cual fuera la opinión de Renoir, a mí Scarlet Street me gusta, más que The Woman in the Window.
Con la próxima entrega (cuando el amigo Alcaudón crea conveniente volver a Lang), Cloak and Dagger, se cerrará la tetralogía de los films antinazis del vienés.