DEFECTOS ESPECIALES
Hace ahora poco más del siglo, que el séptimo arte surgió en nuestra civilización como un simple artilugio científico, sin más fines que el de experimentar con las imágenes que ofrecía la vida cotidiana. Los propios inventores, los hermanos Lumière, al igual que Einstein con el delicado tema de la fisión nuclear y la reacción en cadena, no calibraban el alcance de sus hallazgos. Sería el devenir de los tiempos quien pondría las cosas, por peligrosas o inocuas que fuesen, en circulación. Así, se registraron estornudos, llegadas de trenes a las estaciones, regadores regados, y un considerable etcétera. Pero hasta 1902 no surgiría la primera pieza concebida como puro espectáculo. Aquélla se tituló Viaje a la Luna, y lucía la firma de Georges Méliès. En esa pionera obra se podía contemplar un excelso despliegue de efectos especiales: nave espacial en dirección al satélite, selenitas con aspectos de crustáceos -acróbatas del Folies-Bergère-, y toda suerte de decorados increíbles. Era la primera. Años antes, Méliès había realizado una extensa colección de cortos cuyos argumentos, casi inexistentes, bailaban en favor de los trucos cinematográficos. Era lo natural en un periodo de pura experimentación con los medios.
Desde entonces, los efectos especiales -al igual que el maquillaje, dirección artística, vestuario, etcétera-, han llegado a convertirse en esenciales a la hora de realizar cualquier película; no teniendo que ser necesariamente de ciencia ficción. Filmografías de genios de la talla de Fritz Lang o Murnau, serían imposibles sin el recurso de los efectos.
Con King Kong, de Schoedsack y Cooper, en 1933, se relanzaban los efectos especiales a gran escala. La pantalla desbordaba fantasía e imaginación, conjuntándose todo lo aprendido hasta la fecha, y añadiendo un sinfín de nuevos recursos. 2001: una odisea del espacio, en 1968, de Kubrick, revolucionó en su tiempo la space opera; bastante pueril -salvo honrosas excepciones como Planeta prohibido, rodada en 1956 por F. M. Wilcox- y austera hasta esa fecha. Fueron, ambas, piedras de toque de importancia en el estudio de la evolución de este arte. Desde entonces hasta ahora, hemos tenido la oportunidad de asistir a un desarrollo de función cuasi logarítmica. Los pequeños saltos dados desde los inicios, se han trocado en la posibilidad de acariciar lo imposible. Ahora conseguimos lo que queramos con una cámara y un buen ordenador. Todo es cuestión de técnica adquirida y un cierto grado de destreza. La inspiración cada vez cuenta menos.
De esa necesidad por ilustrar lo imposible, se pasó del stop-motion al dynamation, y del dynamation al morfing (infografías animadas). Y ya no existen límites. Pero uno, cuando se encuentra con títulos -evitaré las citas-, vacíos en contenido dramático, sin historias sólidas de base, y con actores imberbes e inconsistentes -eso sí, con trucos que te hacen flipar-, llega a una concreta reflexión: ¿estamos retrocediendo hacia aquellos balbuceos de Méliès? “Aunque la mona se vista de seda...”, se me antoja como la sentencia ideal para esos productos faltos de ideas de base. Afortunadamente, siempre tendremos un París al que agarrarnos, y títulos como Alien o Blade Runner, de R. Scott, vienen a concedernos unos ratos de necesaria tranquilidad. Y es que no debemos olvidar que los mejores efectos especiales son los que encajas con mayor naturalidad, armonizando con la narración; como si no existiesen casi.
Hoy día ha surgido una tendencia rentable: títulos capitales de la historia del cine y/o grandes éxitos de taquilla de antaño, bajo el pretexto de volver a ponerlos en circulación con el añadido de algunos efectos especiales nuevos, intentan obtener el beneplácito. Habría que cuestionar si son fines artísticos los buscados, y no el conseguir, una vez más, rellenar las arcas de la productora. Ahí tenemos La guerra de las galaxias, de G. Lucas, o, anteriormente, la citada y replanteada Blade Runner. Esta última con el añadido capital de convertir en replicante al personaje central.
Personalmente, siempre recordaré la magia de La invasión de los ladrones de cuerpo, de D. Siegel, donde apenas había efectos especiales; mas la intriga y el ambiente opresor llegaban a ser fascinantes. Incluso, hoy día, un filme pretendidamente realista, ilustrativo y crítico como Forrest Gump, de R. Zemeckis, se apoyaba con obligación en los efectos; aunque permitan que me recree, de todos los mostrados en él, en aquella pluma que vuela, al final, por la magia del ordenador. Pero, que quede claro, por su emotivo significado liberador, y no por su perfecta concepción plástica.